https://doi.org/10.22267/rceilat.194445.24

ARTICULO DE REFLEXIÓN

Pensamiento de la burguesía azucarera y estigmatización del cortero de caña en el Norte del Cauca: Algunos elementos de análisis en el discurso de Santiago Eder y Don Hernando Caicedo

 

Thought of the sugar bourgeoisie and stigmatization of the cane courting plant in the North of Cauca: Some elements of analysis in the speech of Santiago Eder and Don Hernando Caicedo

 

Luis Antonio Córdoba Gómez
Técnico en educación de la Corporación Universitaria Autónoma del Cauca (Ucica), licenciado en ciencias socialeshistoria
y en filosofía de la Universidad del Cauca, magíster en estudios políticos de la Universidad Javeriana y estudios
de doctorado em antropologías contemporáneas en la Universidad del Cauca. Profesor de la Universidad del Cauca
(Popayán), departamento de Filosofía, y de la Maestría en Ética y Filosofía Política, Instituto de Postgrados, Facultad
de Ciencias Humanas y Sociales, profesor de la Fundación Universitaria de Popayán (fup), Programa de Trabajo Social.
Profesor Titular de la Escuela Superior de Administración Pública (esap), Territorial Cauca.
E-mail: lacordoba5@gmail.com

 

Recibido 01/03/2019, Revisado 03/04/2019, Aprobado 17/05/2019.


 

Resumen

El surgimiento y consolidación de la agroindustria azucarera colombiana, asentada en el valle geográfico del río Cauca, corresponde a un proceso histórico donde intervienen diversidad de factores: sociales, geográficos, ambientales, económicos, políticos, tecnológicos y culturales. La modernización económica del sector azucarero colombiano supuso la implantación de las relaciones de producción capitalistas, lo cual introdujo drásticos cambios en las formas de explotar la mano de obra, la tierra y la producción de azúcar que se han respaldado en ideologías y formas de pensar dominantes por parte de la burguesía azucarera. En este orden de ideas aquí se destacan algunos elementos de análisis, extraídos de los discursos de Santiago Eder y don Hernando Caicedo, a partir de los cuales se hizo operante la estigmatización del cortero de caña.

Palabras clave: Burguesía azucarera; Cauca; Santiago Eder; Hernando Caicedo; Colombia.


 

Abstract

The emergence and consolidation of the Colombian sugar agro-industry, located in the geographical valley of the Cauca River, corresponds to a historical process where a diversity of factors are involved: social, geographical, environmental, economic, political, technological and cultural activities. The economic modernization of the Colombian sugar sector led to the implementation of capitalist production relations, which introduced drastic changes in the ways of exploiting labour, land and sugar production that have been supported by dominant ideologies and ways of thinking on the part of the sugar bourgeoisie. In this order of ideas here stand out some elements of analysis, drawn from the speeches of Santiago Eder and Don Hernando Caicedo, from which the stigmatization of the cane courter became active.

Keywords: Sugar bourgeoisie; Cauca; Santiago Eder; Hernando Caicedo; Colombia.


 Introducción

La modernización económica del sector azucarero colombiano implicaría el paso de las relaciones precapitalistas de producción a la maduración e implantación del modo de producción capitalista, valga decir, a un tipo de relaciones sociales que privilegian la propiedad privada, la formación de una fuerza proletaria asalariada que es objeto de alienación por vía de expropiación de la plusvalía, de la conversión del trabajo en mercancía que se oferta y se vende dentro de un mercado de mano de obra barata, de la especialización lograda por la agricultura de plantación, representada por el referente identitario del monocultivo de la caña, la circulación de dinero y bienes de consumo final, del surgimiento de intermediarios, de los cambios técnicos y productivos colocados en marcha que revolucionaron (y diversificaron) la forma de explotar intensivamente el trabajo humano, la tierra y la producción de azúcar.

Ese paso fue encarnado por líderes y creadores de complejos agroindustriales, cuestión que se concreta en el pensamiento y los discursos de personajes como James Martín Eder (nombre castellanizado como Santiago, fundador del ingenio La Manuelita), Modesto Cabal Galindo (creador del ingenio Providencia) y Hernando Caicedo y Caicedo (creador de los ingenios Riopaila y Castilla) . De ellos se ha destacado su evolución de capitanes de hacienda a capitanes de industria, atribuídas a su espíritu, su esfuerzo y su tenacidad individuales a la hora de emprender luchas para lograr los propósitos empresariales trazados, tanto como para ser colocados al nivel de prohombres que en virtud de sus dotes y cualidades pudieron consagrarse al mundo de los negocios y encumbrarse en la cima de los grandes destinos económicos.

Aunque Santiago Eder y don Hernando Caicedo Caicedo habían nacido en lugares y culturas diferentes, mediando 52 años de distancia en el tiempo (el uno en Rusia y el otro en Palmira en 1890), ambos se identificaron en la necesidad común de sobresalir como hombres capaces, eficientes y muy dedicados a la hora de iniciar nuevos proyectos, como hombres emprendedores e innovadores en la formación de encadenamientos productivos y de máquinas, como hombres ciertamente visionarios que al colocar sus ojos en los negocios actuaban como si se tratara del ave de presa respecto de su víctima. Este símil se aplicaba a don Hernando Caicedo Caicedo, de quien se decía: “Una sensación y una visión parecida del ojo y del movimiento de Hernando Caicedo para los negocios, tienen las personas que lo conocen de cerca” (Lozano y Lozano, 1965, p. 12).

Santiago Eder consideraba vital trazar el camino de Cali a Buenaventura, proyecto del cual había sido designado superintendente por la compañía ejecutora de la obra. Entonces el tráfico de Cali a Buenaventura había que hacerlo por el torrentoso río Dagua en canoas, manejadas por negros expertos (bogas). Por ello le resultaba sorprendente la incomunicación en que se encontraban las localidades importantes y el deplorable estado de las vías, lo que contribuía a que la enorme riqueza existente se perdiera. A ello añadía las “continuas revoluciones” o guerras civiles que provocaban zozobra, decomisos, fugas de capital y saqueos. En particular tenía una percepción del Cauca como un territorio apto y próspero para la agricultura, destacando en este conjunto al Valle, mientras no parecía ver con buenos ojos la abigarrada mezcla de la población:

El Estado del Cauca, uno de los nueve de los EE.UU. de Colombia es, sin lugar a duda, el más importante y extenso de su territorio; tiene una población de 396.099 sin contar 70 mil indios. Las ciudades principales son: Popayán, Cali, Palmira, Cartago, Pasto, Buga. La comarca es excelente para los fines agrícolas y produce todas las frutas de la zona tórrida y templada; tiene abundantes minas de oro, plata, cobre, hierro y carbón, pero muy poco se explota.

La población del estado es muy mezclada, yo la clasificaría así: 5/6 de negros y mulatos, 1/6 de blancos, sin incluir los negros de las montañas (Eder, 1958 p. 143).

Santiago Eder, además de defensor de intereses de los comerciantes estadounidenses, en lo concerniente al sector azucarero colombiano ha sido catalogado como pionero en el mejoramiento de los trapiches (reemplazo de los hidráulicos por los movidos a vapor), en la quema del bagazo, en la conservación de la hoja de la caña y en su disposición entre los surcos para mantener la humedad de los suelos, en la instalación de líneas telefónicas, en siembra de nuevas variedades de caña, en la introducción de nuevos métodos de preparación y cultivo de tierras. Pero también se le atribuyen cambios significativos en la forma como se hacían los contratos entre los hacendados y sus trabajadores, contratos que desde 1850 y hasta comienzos del siglo XX se suscribían verbalmente y que luego empezarían a hacerse por escrito.

De modo parecido don Hernando Caicedo Caicedo, un hombre que como Santiago Eder se había graduado de abogado, solo que no por fuera del país sino en la Universidad del Cauca, se caracterizó por sacar rédito económico de las oportunidades sociales, políticas y profesionales que tuvo y desempeñó, así como por la visión que tenía para identificar oportunidades de negocios e invertir en distintas actividades y múltiples empresas. Solo que a diferencia de don Santiago Eder, el señor Caicedo si intervino directa y abiertamente como dirigente político del partido conservador, como persona de marcadas convicciones políticas y fervoroso católico, al tiempo que ejercía como jurisconsulto (inicialmente defendiendo los intereses de los paneleros) y como protagonista en la vida institucional de la comarca:

El caso de don Hernando Caicedo es igualmente notable. Ningún tipo de negocio le fue ajeno, si bien se destaca como fundador de industrias: cervezas, tabaco, fósforo, alimentos, imprentas. Entre los años 20-30 desplegó una actividad impresionante, puesto que es realmente sorprendente que una persona pueda hacer simultáneamente tantas cosas: a la vez que se desempeñaba como cuadro político, estaba en la Cámara de Comercio, en las Juntas Directivas de empresas representando los intereses de otros propietarios. Como el era un abogado y además muy hábil para los negocios, entonces le daban la representación en Juntas Directivas y el aprovechaba para sí esas ventajas comparativas. Don Hernando Caicedo, a diferencia de don Santiago Eder, montó fábricas, incluso se metió en la línea de la hotelería: el Hotel Alférez Real fue de su propiedad (Caicedo Caicedo, s.f. p. 31).

Convencido de que el éxito en los negocios dependía de que estos no se mezclaran con los asuntos personales creía en las bondades de la sucroquímica, y en las ventajas que ofrecía la agricultura. A esta última la calificó como “madre fecunda de las demás industrias” (Caicedo Caicedo, s.f. p. 194), pero sólo a condición que se contara con una intervención moderada del Estado, es decir, con acciones e iniciativas únicamente orientadas a permitir la recuperación de tierras para la gesta civilizatoria privada, a fomentar el crecimiento de las industrias nacionales y de su productividad, a lograr la diversificación de la economía (azufre, carbón, arroz, cobre, cemento) para no circunscribirla únicamente a la exportación de café. Persuadido por los fines instrumentales atribuidos a la tecnología veía como inminente el desplazamiento del trabajo artesanal por la mecanización.

Fijó su posición respecto a la producción de panela, a la que veía como “la hermana pobre del azúcar” (Caicedo Caicedo, s.f. p. 289), cuestión que había suscitado tensión y conflicto entre capitalistas azucareros y capitalistas paneleros ya que los Eder habían decidido realizar una producción masiva de panela en La Cabaña y habían sido acusados de que con esta maniobra ellos querían apoderarse de las fincas adyacentes donde se habían instalado las máquinas. Caicedo intervino en defensa de la industria panelera y en su favor alegó el arraigo de este producto en las costumbres alimenticias del pueblo colombiano, con lo cual optaba por afirmar la necesidad de afianzar el consumo de panela en el orden interno mientras veía conveniente complementar esta tendencia con la exportación de azúcar, aprovechando el ascenso creciente en la oferta y demanda de este producto.

Pero donde trasluce su postura de clase y exterioriza la fijación de su punto de vista sectorial en defensa de los intereses del capital azucarero, es en la interpretación que realiza de las divergencias políticas entre liberales y conservadores sobre el manejo de los asuntos públicos, en la política salarial y en la disposición cultural por él observada del proletario agrícola hacia el trabajo, es decir, hacia el corte de la caña. Sobre el primer aspecto señalaba que las discrepancias políticas entre rojos y azules eran más de forma que de fondo, es decir, de temperamento, recomendando la reducción de los costos del Estado y de la burocracia (austeridad). Respecto al segundo aspecto ya se había adelantado a una decisión que hoy exigen los industriales, cuando señaló que los aumentos salariales debían ir proporcionalmente ligados a la productividad.

Sobre el tercer aspecto rechazaba la pereza, el desgano, la indolencia y el conformismo que atribuía al proletario, demandando una intervención disciplinante sobre el alma, la mente y el cuerpo del trabajador, exigiendo la transformación de sus hábitos a través de la educación. En la visión de don Hernando Caicedo Caicedo el ausentismo laboral y las excusas para faltar al trabajo constituían una especie de dolencia o enfermedad muy marcada en la sociedad colombiana, que se ejemplificaba de modo particularizado en el espíritu del cortero de caña. Dado el gran impacto negativo en la productividad, de la empresa como del obrero de campo, la alternativa era lograr la “purificación” de este, capacitándolo, haciendo que trabajase y produjese más, rebajando su ocio mediante la reducción de los numerosos días feriados y festivos:

“El deber de producir más y más, que es la máxima necesidad colombiana, tiene caracteres imperiosos” (Caicedo Caicedo, s.f. p. 221).


La incivilidad y el “Malvivir” del cortero de caña. El cortador de Villarrica como referente moral

La concepción del proletario de la caña como un sujeto “conformista”, “perezoso” y “ocioso” no solo riñe frontalmente con la política central de la productividad en los negocios, defendida y exteriorizada por los capitanes de industria como el señor Hernando Caicedo Caicedo, sino que es una muestra muy clara y contundente de la forma en que la burguesía del azúcar, como clase dominante, construyó y propaló representaciones sociales sobre la naturaleza de sujetos subordinados donde se combina el prejuicio y el estigma. A través de ellos no solo se edificaron estereotipos sino que pudo desviar el análisis hacia aquellos elementos que si bien pueden hacer parte de la realidad concreta de los proletarios, no son los determinantes a la hora de encontrar explicaciones convincentes sobre las injusticias y los desequilibrios sociales generados:

Son gentes que se contentan con ganarse lo estrictamente necesario para malvivir y como trabajan sin horario, por las toneladas que cortan, gradúan el jornal de acuerdo con sus parcas necesidades de vida (Caicedo Caicedo, s.f. p.52).

En las representaciones sociales ideologizadas de los dueños del capital se ha acudido precisamente a la “despersonalización” del cortero de caña y a su condena a la “mediocrización” masificada. Por ello se le endilga incivilidad, es decir, incapacidad personal para imaginar y anticipar juicios, indisposición hacia un estado emocional de insatisfacción que sea el acicate psicológico y motivacional que lo impulse a perseguir denodadamente un mejor futuro, donde la experiencia del trabajo pueda convertirse en el medio para redimir su abyecta condición, para ir perfeccionando sus modos de vida e ir enalteciendo la existencia propia. En las abstracciones de don Hernando Caicedo Caicedo es el temperamento del proletario el que lo predispone a ser lo que es, es decir, a desencajar en la lógica de la dinámica productiva y a negarle posibilidad de evolución y movimiento hacia adelante.

Decir que el cortero de caña es la manifiesta negación de esa propensión natural que mediante la acción propia, como señalara Aristóteles, orienta a los seres humanos hacia lo mejor, es una buena maniobra ideológica para reducir el obrero a un estado de inoriginalidad que deforma su propia persona, a tal grado que lo conduce a un estado de ignorancia y al despojo de la subjetividad creadora. Tanto así como para condenarlo moralmente a carecer de impulsos que lo lleven a perseverar en objetivos y propósitos y a hacer realidad la conducción de sus propias conductas con un sentido de eficacia económica, como se supone lo hicieron aquellas personas que en virtud de sus cualidades y su pujanza pudieron superar su propia incapacidad para derrotar la incredulidad y mostrarle al mundo como se cristalizaron sus ideales en capital y negocio productivo.

La presunción de que corteros como los de Villarrica (Cauca), y con mayor énfasis tratándose de proletarios afrodescendientes, son sujetos carentes de espíritu y de motivación, que se encuentran gobernados por la holgazanería y el desgano, negados a dar más de sí de lo que realmente podrían hacer en otras circunstancias, obstinados (contra toda lógica) a permanecer en una actitud de renuencia frente a la adopción de cambios en los patrones de conducta, reincidentes en comportamientos reprochables y moralmente censurables, continúa siendo reproducida por cuadros directivos de los ingenios que incluso hacen uso del contraejemplo racial o étnico para mostrar cómo es posible empoderar la autoestima y el voluntarismo personales cuando se cuenta con individuos dispuestos a progresar, entusiasmados y decididos a dar el cambio:

El negro es muy haragán, es muy perezoso, el negro es promiscuo, el negro todo lo que haga habla mal de él. Lo que pasa es que también necesita motivación... Estudien, estudien, estudien hombre, que la única manera de progresar honestamente es estudiando.

Les hablamos de los cursos con el Sena, les traímos a las Cajas de Compensación, los colegios y no, no se inscribían, no se matriculaban. Entonces empezamos a ensayar con unos talleres de autoestima de que el negro es capaz de hacerlo, el negro puede hacerlo. Les hablamos en ese tiempo de Barak Obama que llegó a ser el presidente del país más industrializado del mundo, el más capitalizado1.

En todo caso la alusión a un régimen de pereza que se atribuye al cortero, causa de quejas y lamentos por parte de la moral burguesa azucarera, se invoca persistente y recurrentemente para sustentar una especie de degeneración moral que anima la vida del proletario o, para ser más exactos, de una desmoralización que lo acompaña habitualmente (dentro y fuera de la plantación). Esto lo sumerge supuestamente en el libertinaje, el ausentismo o la conducta irresponsable, así como en la perplejidad, la duda, la vacilación y la falta de tino: particularmente ello lo desorienta de modo tan frecuente, al momento de tener que evaluar situaciones o tener que tomar decisiones lúcidas, tal y como los comentarios lo refieren al proletariado de Villarrica (Cauca), que luce inseguro cuando requiere sopesar la conveniencia de escoger el método más confiable para el pesaje de la caña:

El cortero antiguo, antiguo, dice que continúa con el peso global. Pero el de ahora está diciendo: porque hay unos perezosos, que se están beneficiando de los otros. Mire la confusión, pues: entonces que era mejor por ‘uñada’ para individualizar los pagos2.

Unos son cumplidos, otros no. 14 o 15 no vienen por pereza, porque llovió, por el trago (especialmente el joven y el adulto)3.

Se trata también de una extrapolación social, que acoge, reproduce y naturaliza las distinciones entre una élite dirigente y una masa irracional (el vulgo), entre un tipo de hombres que se presentan públicamente (y se representan) como personas guiadas por “altos ideales” y entre aquellos a los que se endilga una orientación personal que está atravesada por el “materialismo vulgar”. A los primeros, a quienes se sitúa en los altos umbrales de la historia, se les atribuye una inagotable virtud y esfuerzo individuales que se transmuta en proezas y hazañas empresariales, en asunción de funciones de liderazgo y dirección. A los segundos, a quienes se ubica en la penumbra y la invisibilidad, se los ve como individuos esclavizados a las contingencias de la vida inmediata, postrados y limitados a la mera satisfacción de apetitos estomacales y salariales.

Este tipo de lecturas, que se cimentan en la abyección del cuerpo, la mente y el alma del cortero de caña, reproducidas socialmente de arriba abajo del sistema productivo del azúcar (hoy el cluster), hábilmente ubica un problema que es de orden estructural (y por ende consustancial a las relaciones capitalistas) en el terreno actitudinal de las personas, en el campo de las voluntades y el querer individuales. De este modo, el ejemplo (autoejemplo moral diríamos) del empresario, que se vende como exponente de un tipo de liderazgo renuente a adoptar el conformismo o la pereza como patrones de vida y que se reviste de una disposición anímica tan fuerte que le permite derrotar cualquier obstáculo u adversidad, opera como un paradigma de censura que se afirma, por contraste, denigrando la condición humana del otro (la disposición al “malvivir” del obrero).

Para el empresario burgués ese “malvivir”, que sume al cortero de caña en un círculo vicioso alimentado psicológicamente por él mismo trabajador, impidiéndole salir de los muros de la pobreza que lo aprisionan, vendría entonces a ser una curiosa mezcla cultural de fantasmas producidos por la ignorancia que van poblando la mente del obrero y lo obnubilan (lo enceguecen y hasta lo “distraen”); de la terquedad y el empecinamiento anárquico de los proletarios por “querer hacer lo que les da la gana” y resistirse a cualquier actitud benévola y “civilizatoria” que quiere prodigar el dueño del capital; del refugio en el “resentimiento” que obliga a buscar e identificar causas externas para los problemas sociales y las angustias personales. Por consiguiente, la solución sería (es) una decisión de incumbencia eminentemente personal.

Bajo esta autoafirmación, que posiciona socialmente a unos sujetos legitimando su jerarquía y su diferencial de poder respecto de aquellos que se ubican en las escalas más bajas, es como si hablara una voz interna y dijera: “si nosotros, los empresarios, pudimos llevar adelante grandes proyectos, porque ustedes, los corteros, no hacen lo mismo para aumentar la productividad y, por ende, mejorar ingresos salariales y niveles de vida”. Decir entonces que si el cortero no gana más plata es porque “no quiere”, porque “no le da la gana” o porque “no quiere cambiar” su modo de vivir (de existir), se convierte en una versión que deforma y reduce (simplistamente) la explotación del trabajador a un asunto donde se parte de un supuesto: que todos los proletarios están o se encuentran inmersos en un sistema donde se privilegia la igualdad de oportunidades.

A partir del planteamiento que todos los trabajadores se encuentran en una especie de situación originaria, como si estuvieran dentro de un mismo partidor en igualdad de condiciones (válido eso sí hoy para los procesos de salarización), se desconoce objetivamente la presencia de disparidades culturales de temperamentos entre los corteros; de diferencias en las habilidades físicas y personales que inciden en los niveles de productividad; de las formas de pago y pesaje de la caña; del tipo o variedad de cañas para el corte (que influyen en el peso de los tallos y en la resistencia o nivel de dificultad que ofrecen al cortador);de las condiciones ambientales que predominen en un momento dado (si hay mucho brillo solar o si, por el contrario, hay mucha lluvia y humedad, lo que favorece u obstaculiza el ritmo de trabajo y la productividad), etc.

Nos encontramos ante formas de vida social que, de un modo u otro, están “tocadas” por las capturas que realizan los ingenios y el capitalismo agroindustrial. Implican significados y lecturas asociadas a la configuración de ciertas manifestaciones (entendidas cómo habituales) de la idiosincrasia encarnada por (en) quienes son sus actores directos y materiales o que, por el contrario, serían reacciones, fugas o explicitación de malestares o “disfunciones” morales. Los testimonios recogidos4 muestran que en los regímenes de representación social, predominantes hacia arriba del poder azucarero, se han difundido y generalizado imágenes y mitos en los que al cortero de Villarrica se lo presentarepresenta con desórdenes en el cuerpo, la personalidad y las conductas sociales, con atribución de múltiples defectos y extravíos

Por consiguiente, apelando a la invocación del voluntarismo, de la economía y de la educación del cuerpo, se predica en ciertos espacios sociales e institucionales azucareros (y se reproduce en otros) que si los corteros se comprometieran a “disciplinarse” y aprendieran a “controlar” sus “excesos”, sus “intemperancias”, sus “apetitos” y “vicios” desbordados”, se podrían convertir en hombres de “buenas maneras”, en “hombres civilizados”, en “modelos de progreso”. Y si estos hombres hicieran una revolución de sus conductas y sus actitudes ante la vida y el trabajo, si cambiaran sus formas y maneras de ser, se dotarían de una fuerza moral de tal naturaleza y magnitud que podrían socavar su “animalidad natural” y llegarían a mejorar su situación económica o, por lo menos, harían más llevaderas y racionalmente más manejables sus dificultades y penurias.

Todos estos rasgos encajan en la remembranza de la imagen del “iguazo”, un distintivo utilizado para identificar a un sujeto y a una labor mediante la conjugación de varias características y comportamientos “animalescos” que le fueron atribuidos al trabajador mediante el establecimiento de una asociación con una ave migrante (la “iguaza”) que también es parte del paisaje geográfico azucarero. Su uso respecto del cortador de caña, y su reproducción social, ha tenido un sentido fuertemente peyorativo en tanto ha incluído no solo los movimientos y contorsiones que ella usualmente describe en su labor diaria de rebusque, ubicada detrás de las máquinas para recoger semillas, insectos o desperdicios que resultan de la remoción de la tierra5, sino también la trama de significaciones y simbologías relacionadas con el corte de caña.

Esto implica decir que socialmente se fue generalizando, y por ende se fue haciendo de uso común6, dicha relación establecida entre las trayectorias de la “iguaza” y una labor proletaria que empezó entonces a ser vista como algo denigrante, como un oficio impregnado por la “suciedad” (la “porquería”) y que, por ende, fue ubicada en la escala más baja del orden social. La semejanza no ha sido gratuíta con aquellas imágenes que han recreado exactamente la inhumanidad, la subordinación y la poca valía en que ha estado sumido el reconocimiento de la condición del cortero de caña. Ello se ha expresado, por ejemplo, en la forma como el cortero era transportado en cierto tipo de vehículos (góndolas y camiones): literalmente “amontonado” y de pie, destinado finalmente a ser “descargado” para “remover” caña con un machete.

La alusión al cortero como “iguazo”, como trabajador ambulante, fue una “chapa” muy común que empezó a hacerse de uso social menos frecuente (o reiterado) solo en la medida que ciertas condiciones ayudaron a “humanizar” la labor del corte (el transporte en buses donde se viajaba con mayor comodidad) y por supuesto a que operara una cierta revaloración social (cambio) en la percepción de su imagen: pasar de ser considerado una “cosa” inservible, un “objeto” que se puede “tirar”, un “bulto” arrumado o amontonado, un individuo “ignorante”, “sucio” y de pésimos modales, a ser visto como “gente”, como persona, como trabajador con derechos, como sujeto más higiénico que demostraba en la práctica concreta su beligerancia y decisión (“berraquera”) para hacerse escuchar, su decisión de no pasar como una persona sumisa.

Aunque en la constatación empírica de los decires y las habladurías sociales la representación social del cortero como “iguazo” era ya menos frecuente, podría decirse que en el debilitamiento de su intensidad (que no la desaparición total) ha intervenido la misma persistencia y obstinación del proletario para ir afirmando y revalidando, con visos de terquedad, su condición humana frente a la mofa y el desprecio predominantes en el medio. No obstante, hacia arriba de la escala del poder, es importante señalar que en la moral de la burguesía azucarera también se ha creado y retroalimentado la versión propia del cortero como “iguazo” en la medida que ha generado discursos estigmatizadores que contienen la negación (abierta o encubierta) de la otredad del proletario como trabajador y, por ende, de su reconocimiento.

En fin, todos esos protohombres de industria, mezcla de hacendados, ganaderos y comerciantes, quienes habilidosamente hicieron prevalecer sus intereses gremiales representándolos como si fueran realmente los intereses sociales comunes de toda una región, quienes además emplearon el discurso antiintervencionista del Estado a su amaño y conveniencia propias, han sido (y siguen siendo) protagonistas indudables en el devenir económico del suroccidente colombiano. Si bien echaron mano de sus talentos, habilidades y capacidades personales de emprendimiento y empresarismo para ascender a la cúspide directriz de la agricultura de plantación, esta resultante no se puede agotar acudiendo solo al recurso explicativo del “voluntarismo”, el “purismo” o las “capacidades“ empresariales.

Sería tanto como decir que la construcción del oligopolio azucarero en el Valle Geográfico del río Cauca, con las secuelas producidas en el norte del Cauca y, de modo específico, en el municipio de Villarrica, es un producto enteramente individual y no un proceso social. Sería como pensar en la constitución de un “algo” cuya fuerza hace que “por sí sólo” y “por sí mismo” se convierta en un argumento suficiente e irrebatible para dar cuenta de un múltiple fenómeno donde han intervenido diversidad de actores humanos, momentos y hechos. Pero es también una forma muy discreta de validar obstáculos epistemológicos que “enrarecen” el conocimiento como aquellos que reivindican el protagonismo histórico y lo ubican en la cima de la sociedad, procediendo a “blanquear” (hacia abajo) la concurrencia de las masas en el tropel de los acontecimientos.

1. Entrevista realizada a Oscar Eduardo Mora, Jefe de Relaciones Industriales del ingenio La Cabaña, el día 19 de marzo de 2010.

2. Entrevista realizada a Javier Rendón Toro, Asistente de Relaciones Industriales del ingenio La Cabaña, el día 30 de marzo de 2010.

3. Testimonio de Osama Bin Laden, apelativo dado a un excabo de corte del ingenio Cauca encargado, en su momento, del reclutamiento de corteros en Villarrica. Fue afectado por el paro del 2005, cuando se suprimieron los contratistas en este ingenio, y pasó a ser conductor de uno de los buses utilizados por la CTA Fuerza y Futuro para transportar a los corteros del municipio de Villarrica. Entrevista realizada el 7 de marzo de 2010 en el frente de corte con trabajadores de Villarrica realizado en El Tiple, Villagorgona.

4. Recogidos con base en observaciones hechas en municipios del norte del Cauca y retroalimentadas mediante entrevistas realizadas a corteros de caña de Villarrica, a cabos de corte, contratistas y excontratistas de corteros y algunos funcionarios de los ingenios Cauca y Cabaña. A partir de esta interacción discursiva fue posible identificar algunos pivotes centrales del decir social, el de antes y el de ahora, sobre la forma cómo ha sido percibida la corporeidad del cortero en relación así mismo y a los comportamientos exteriorizados y visibles que se le atribuyen, cómo su signo distintivo naturalizado, en ciertos espacios de poder. Se añadieron las autoimágenes del cortero, es decir, lo que él piensa de sí mismo y de sus compañeros de trabajo.

5. En tal sentido labor equiparable a la de las requisadoras.

6. Se comenta que al paso de los camiones donde iban los corteros quienes los veían prodigaban insultos como: “Olé iguazos, donde los van a botar”. Este agravio algunos lo tomaban con indiferencia pero para otros se convertía en motivo de provocación, generando fuertes reacciones y respuestas con uso de palabras de grueso calibre o de agresiones con el machete (dar planazos a los muchachos).


 

Conclusiones

Construir representaciones (invenciones) en las que se generaliza la demeritación de determinados tipos de sujetos, sobre la base del establecimiento de jerarquizaciones, estereotipos y determinismos raciales, étnicos, culturales o regionales, es una buena manera de establecer (y justificar) la existencia de fronteras y separaciones sociales (elites y masas) y de hacer circular versiones simplificadas (y excluyentes) sobre una realidad que se vive, se piensa y se lee de manera distinta. Solo que las versiones dominantes o hegemónicas, como las de la burguesía del azúcar, empiezan a actuar a contrapelo de la verdadera realidad, instaladas en el punto de intersección donde se distancia lo concreto-real de lo formal y como parte de proyectos “truchos” (mentirosos) de integración, ciudadanía y modernización económica.

Al respecto podríamos coincidir en que los talentos y las habilidades no están distribuidos uniformemente en las personas, variando de unas a otras y diferenciándolas. También en que no todo el mundo, cuando se trata de negocios, finanzas o asuntos económicos, está animado por la misma motivación al momento de asumir riesgos y aventuras o de aprovechar oportunidades y disponer de recursos. Pero que ello sea así no invalida para nada el hecho inobjetable que la formación de la industria azucarera colombiana es, sin necesidad de desconocer el papel que ha jugado (y sigue jugando) el empresariado del azúcar en la creación de unidades productivas (ingenios), fundamentalmente un proceso de construcción social que ha sido tensionado al ritmo evolutivo de la historia.

Podemos concordar en que el sentido del riesgo patrimonial en las decisiones tomadas, la innovación y el aprovechamiento de las circunstancias favorables pueden ser las cualidades que distinguen a un empresario (un “entrepreneur”), así como a la cultura empresarial que porta y a su traducción en formas de desarrollo material, económico o tecnológico. Pero colocar en “marcha” el espíritu emprendedor y su componente actitudinal es nugatorio e inoperante si no está acompañado de variedad de factores ambientales que contribuyen a estimularlo y encausarlo o, por el contrario, a obstaculizarlo y retrasarlo, posibilitando que ciertas personas se conviertan en inversionistas, propietarias de capital y medios de producción, ejecutoras y controladoras directas de políticas gerenciales o miembros de juntas directivas o de administración.

En algún momento de la vida de personas que, como los capitanes de industria, hacían uso de dotes intelectuales y voluntad de querer hacer y de transformar cosas, combinando tareas de ejercicio de la propiedad privada con acciones centralizadas de administración de los negocios propios, era porque a la intrepidez personal se había unido la evolución y maduración de una suma de condiciones legales y extralegales, económicas y extraeconómicas, unas más visibles e importantes que otras: inserción en el mercado y en circuitos económicos; acceso a avances tecnológicos y a mano de obra barata; políticas laborales y mecanismos de contratación; políticas económicas estatales e incentivos tributarios; obras de infraestructura, clima político predominante, uso de la violencia y medios coercitivos, etc.

Para el caso de los empresarios del azúcar es improbable su auge económico, o sea, la obtención de altas tasas de ganancia, si no se hubiese contado con la “existencia de un mercado de obra abundante y barato” (Fedesarrollo, 1976 p. 26), respaldado por la implementación generalizada de contratistas independientes o Cooperativas de Trabajo Asociado (CTA), estructuras a quienes se asignó el pago a destajo del corte de caña y el relevo de las obligaciones laborales directas con el trabajador. Y la ventaja alcanzada con la acumulación de la tierra no es un tema resuelto única y exclusivamente a través de la ley de oferta y demanda, es decir, a través de un mercado libre adonde han concurrido compradores (ingenios) y vendedores (campesinos), atraídos por condiciones igualitarias y favorables para las partes. Es aquí donde aparecerá la violencia política:

En la eficacia del proceso del ensanche de las plantaciones cañeras de varios de los principales ingenios azucareros, jugó un importantísimo y sangriento papel la violencia política que permitió la expoliación en masa a los campesinos de la región de sus tierras aledañas. Los ingenios se consolidan principalmente a partir de 1945, es decir, durante las etapas de las sangrientas dictaduras reaccionarias. Es de dominio público que la violencia en el norte del Valle fue financiada principalmente por los magnates propietarios de los ingenios “Riopaila”, “Central Castilla” y “Providencia” que pagaron jugosas sumas a los “pájaros¨-asesinos políticos a sueldo- que infestaban el departamento, cumpliendo misiones de represión criminal para los amos del dinero y de los directorios políticos reaccionarios que estaban en estrecho maridaje o eran, simplemente, como también lo son hoy, las mismas personas (Caicedo, 1963, p. 27-28).

Las evidencias históricas indican claramente que la ampliación de los ingenios azucareros en la generalidad del Valle Geográfico del río Cauca no se hizo ni por medios pacíficos, ni se concentró en torno a la adquisición de tierras dedicadas solo a ganadería, pastos, bosques o rastrojos, tal y como lo ha llegado a afirmar Asocaña o autores que han sido contratados por esta entidad gremial para realizar estudios a su nombre (Guillermo Orozco Hormaza y Harold Banguero Lozano). Merece hacerse mención de los efectos desarticuladores (fragmentadores) que ha provocado en las luchas y las organizaciones sindicales, lo mismo que en el establecimiento de proximidades entre los obreros de base, la desagregación (separación) comportada por las tareas de campo y fábrica, así como por la utilización de contratistas (por su papel de vigilancia y control).

Uno y otro procedimiento han sido usados de modo combinado o complementario por los dueños de ingenios para “incomunicar” y “aislar” física y políticamente al proletariado azucarero, es decir, para mantener las “distancias” entre obreros que a pesar de hacer parte de una misma cadena productiva se ubican en lugares diferentes en la división del trabajo: unos, laborando a cielo abierto, como cortadores de caña y los otros, obreros confinados en el panóptico industrial de las plantas, procesando la caña cortada. Esa diferenciación establecida, reforzada por gradientes étnicos, de status y de salarización, ha buscado evitar la generalización de los conflictos laborales en el sector con los dueños del capital, al tiempo que ha permitido que se mantenga un sistema de explotación mediante una disminución sostenible de los costos de mano de obra.

De todos modos la conformación de la agroindustria azucarera en Colombia, determinada por sus propios ritmos de crecimiento y evolución, aunque expresa la concresión de un proyecto que hizo realidad lo que antes era posiblemente una utopía, y a cuya vanguardia se colocó un sector de clase dominante (la burguesía), se atempera a un proceso histórico y social de carácter abierto. Y es “abierto”, quiérase o no aceptarlo, en el sentido de la presencia de distintos agentes, no de un actor único, y no tanto por el reconocimiento, la inclusión y la participación de los mismos en el reparto y el acceso a sus resultados económicos (la riqueza). Y aunque no puede desconocerse el actuar de hombres particulares, que con sus iniciativas cristalizaron el negocio del azúcar, sus actividades son parte inextricable de un proceso complejo construido socialmente.

Esos hombres, que en su ser individual se plantearon una tarea transformadora que alcanzaría luego bastas proporciones a lo largo y ancho del Valle Geográfico del río Cauca, inscriben sus vidas no dentro de una novela romántica o idílica sino dentro de la tónica de la lucha: lucha por derrotar la incredulidad de los demás, lucha por potenciar un objetivo, lucha por sacar avante un empeño empresarial y persistir en él. Pero también lucha política dirigida contra otros, o sea, lucha dirigida a someter, a dominar y a subordinar, a imponer pensamientos, concepciones, saberes y prácticas a otros sujetos que también contradicen haciendo resistencia, que echan mano de sus subjetividades y formas de ver el mundo y la realidad. Unos y otros, en su empeño por orientar el curso viable de los acontecimientos, construyen (y son parte de) relaciones sociales.



Referencias

  1. Caicedo, E. (Septiembre-diciembre de 1963). “El problema azucarero colombiano”. En: Documentos Políticos, Revista del Partido Comunista, 34-35. Bogotá: Editorial Colombia Nueva.
  2. Caicedo Caicedo, H. (s.f.). Ensayos económicos y sociales. Cali: Editorial Norma.
  3. Eder, P. J. (1958). El fundador. James Martín Eder. Cali: Editorial El Carmen.
  4. Fedesarrollo (1976). Las industrias azucarera y panelera en Colombia. Bogotá: Editorial Presencia Ltda.
  5. Lozano y Lozano, J. (1965). “Reportaje con Juan Lozano y Lozano”. En: Ensayos económicos y sociales (Hernando Caicedo Caicedo). Cali: Editorial Norma.