https://doi.org/10.22267/rceilat.194445.27

RECISIÓN DE TEMA

Neoconstitucionalismo utópico en Ecuador

 

Utopian neoconstitutionalism in Ecuador

 

Israel Celi Toledo
Universidad Técnica Particular de Loja (Ecuador)
Magister en Derecho Constitucional
E-mail: ipceli@utpl.edu.ec

 

Recibido 04/02/2019, Revisado 01/03/2019, Aprobado 12/04/2019.


 

Resumen

En esta ponencia ensayamos un análisis histórico conceptual del paradigma neoconstitucional en América Latina y Ecuador, en aras de identificar las ideas que inspiran proyectos transnacionales de política jurídica. Luego, hablaremos de los actores e ideas que tuvieron expresión en el proceso constituyente de Montecristi (Ecuador), con objeto de evidenciar la agencia de intelectuales del derecho que influyeron en el diseño constitucional basado en el paradigma neoconstitucional ecuatoriano. Finalmente, a partir de lo anterior, y de desarrollos conceptuales atribuibles al institucionalismo histórico ecuatoriano, se argumenta que el neoconstitucionalismo en Montecristi es una utopía desarmada, no solo por los problemas inherentes a un lenguaje normativista y periférico, sino también, debido a las condiciones políticas y sociales de la polis que busca transformar.

De esta manera, nuestro trabajo también pretende plantear interrogantes al pensamiento jurídico ecuatoriano y latinoamericano, desde la crítica al neoconstitucionalismo, un paradigma que transforma la realidad en apéndice de la norma, y conlleva fuertes límites como “tipo ideal”, en un contexto institucional en el que la política no está dispuesta a trasladar al campo jurídico los conflictos más relevantes del proceso democrático.

Palabras clave: Neoconstitucionalismo; Ecuador.


 

Abstract

The report reviews a conceptual historical analysis of the neo-constitutional paradigm in Latin America and Ecuador, in order to identify the ideas that inspire transnational legal policy projects. Then, it shows the actors and ideas that had expression in the Montecristi constituent process in Ecuador. In this way to demonstrate the intervention of law intellectuals that influenced the constitutional design based on the neo-constitutional paradigm of Ecuador. Finally, from the arguments written and from conceptual developments attributed to historical institutionalism in Ecuador, it is argued that neo-constitutionalism in Montecristi is an unarmed utopia, not only because of the problems inherent in a normativist and peripheral language, but also, due to the political and social conditions of the polis that seeks to transform.

This effort also aims to raise questions about legal thought in Ecuador and Latin America, from criticism to neo-constitutionalism, a paradigm that transforms reality into an addition of the norm. It carries strong limits as an “ideal type”, in an institutional context in which the policy makers are not willing to transfer to the legal field the most relevant conflicts of the democratic process.

Keywords: Neoconstitutionalism; Ecuador.


 Introducción

La Constitución de 2008 vino acompañada de un giro copernicano en el pensamiento jurídico ecuatoriano. Una vez que la población ecuatoriana aprobara mayoritariamente el texto constitucional en el referéndum celebrado en septiembre de 2008, una joven generación de académicos del derecho que participaron activamente en el diseño de propuestas constitucionales –antes y durante el proceso constituyente–, tomó las banderas de lo que se denominó neoconstitucionalismo para legitimar la nueva Constitución (Trujillo y Ávila, 2008).

Desde aquel momento, los ensayos escritos por autores nacionales, así como las compilaciones de textos que buscaban difundir en el foro ecuatoriano, teoría del derecho elaborada en países centrales de la cultura jurídica global (López, 2004), permitieron que una pequeña, pero persuasiva y vibrante comunidad intelectual, posicione con fuerza el neoconstitucionalismo dentro de la tradición local de derecho constitucional.

Paradójicamente, la vaguedad y ambigüedad conceptual del neoconstitucionalismo en América Latina y Ecuador, impide que se tenga claro que fenómenos designa y cuál es la base teórica e ideológica sobre la que se funda tal concepción.

Frente a este déficit, en esta ponencia se buscará explicar, por medio de un análisis histórico intelectual de la literatura jurídica transnacional y latinoamericana, cómo ha sido usado el concepto neoconstitucionalismo en la región en los campos de la ingeniería constitucional y la legitimación ideológica. Asimismo, tomaremos postura sobre el enfoque normativista del neoconstitucionalismo, que resulta utópico en contextos políticos como el ecuatoriano.


Un paradigma movilizador

Quizá la literatura más citada sobre el concepto neoconstitucionalismo en América Latina, refiere al trabajo editorial de Miguel Carbonell. Este autor ha difundido mediante el análisis de los ensayos y teorías de autores europeos y estadounidenses, la idea de que el neoconstitucionalismo es un conjunto de teorías del derecho que dan cuenta de tres fenómenos contemporáneos “en términos bastante positivos o incluso elogiosos” (Carbonell, 2003: 10): a) las constituciones iberoamericanas que contienen normas procedimentales y materiales que limitan los poderes y garantizan los derechos; b) las prácticas jurisprudenciales que interpretan y aplican el contenido de estas constituciones; y, c) los desarrollos teóricos de autores que al tiempo que explican las constituciones y prácticas jurisprudenciales, han logrado orientarlas (Carbonell, 2007: 9-11).

En un sentido bastante cercano, Rodrigo Uprimny (2011) y Francisca Pou (2011: 232), pese a citar como referencia las compilaciones de Carbonell, limitan el uso de la categoría para referirse a las reformas constitucionales de América Latina, que podrían definirse como “ordenamientos que no se restringen a poner límites al Estado o a diseñar las instituciones, sino que reconocen una amplia gama de derechos y principios y le imponen metas, pero también establecen formas de justicia constitucional más o menos fuertes para que esos mandatos se cumplan” (Uprimny, 2011: 124).

Por otra parte, el sociólogo y jurista colombiano César Rodríguez , haciendo uso de teorías socio-jurídicas y estudios de caso, afirma que el neoconstitucionalismo latinoamericano –del que se siente parte– es básicamente un proyecto transnacional contemporáneo que compite dentro del campo social y jurídico global mediante agentes que intentan imponer su particular “visión del mundo” que “ha adoptado una combinación de las versiones ligera [liberal] y densa [socialdemócrata] del ED [Estado de derecho] y que vive en tensión con el proyecto neoliberal” (2009: 18). En un texto reciente Rodríguez (2011) expone con mayor claridad parte de esta definición:

Centrado en una concepción garantista de los derechos humanos y el Estado de derecho, y en un rol activo de los jueces y abogados en la promoción de la justicia social, el neoconstitucionalismo ha sido impulsado por una gama diversa de juristas insertos en circuitos profesionales transnacionales –desde abogados de ONG que participan activamente en el movimiento mundial de derechos humanos, hasta jueces de tribunales constitucionales vinculados entre sí por redes formales e informales, pasando por los académicos pertenecientes a la primera generación de abogados con formación doctoral en derecho y dedicados de lleno a la academia jurídica transnacional (Rodríguez, 2011: 71).

Como puede colegirse, la literatura sobre el neoconstitucionalismo en la región es muy diversa. La categoría es usada indistintamente para referir a una teoría del derecho capaz de describir y orientar determinados “fenómenos” (constituciones, jurisprudencia, doctrina jurídica) de América Latina (Carbonell, 2003); para conceptualizar Constituciones latinoamericanas con características normativas comunes (Uprimny, 2011); y, para explicar un proyecto ideológico transnacional comprometido con determinados valores y prácticas (Rodríguez, 2009 y 2011).

Nos encontramos frente a representaciones poco homogéneas sobre objetos de estudio abordados desde diversas disciplinas (teorías del derecho, sociología del derecho) y niveles de análisis (textos positivos, jurisprudencia, doctrina, ideología transnacional). Por tanto, al menos en el nivel descriptivo del debate, el neoconstitucionalismo es un concepto combinatoriamente vago.

En todo caso, si tomamos “el mínimo común denominador” de la literatura analizada para comprender el neoconstitucionalismo, es posible disminuir la vaguedad del concepto, siempre que lo usemos para identificar solamente un proyecto comunicativo de América Latina que denominaremos “neoconstitucionalismo latinoamericano”. Este proyecto se manifestaría en un compromiso militante de los juristas latinoamericanos con un conjunto medular de ideas defendidas por el neoconstitucionalismo originario: constituciones que condicionan todo el ordenamiento jurídico, derechos humanos constitucionalizados y justicia constitucional activista.

Esta propuesta sobre el uso del concepto se inspira en parte en los trabajos de César Rodríguez (2009 y 2011); principalmente en su teoría del neoconstitucionalismo como un proyecto ideológico impulsado por élites transnacionales. No obstante, a diferencia de Rodríguez, este trabajo usa el concepto solamente para caracterizar el paradigma latinoamericano que resulta de la recepción y transmutación del neoconstitucionalismo originario al calor de proyectos de política jurídica transnacionales y locales.

Por tanto, el paradigma o ideología neoconstitucional, en atención a la claridad conceptual y empírica, debe distinguirse de categorías como uso alternativo del derecho, teorías deliberativas de la democracia, teorías de la democracia participativa, etc. Rodríguez no hace esta diferenciación cuando identifica el neoconstitucionalismo latinoamericano con varias fuentes ideológicas. Creemos por el contrario, que si bien el neoconstitucionalismo tiende a mezclarse con diversas ideologías en la región, ello no justifica identificarlo con el crisol en el que se unen tales ideologías. El neoconstitucionalismo es una corriente, cuyo origen y desarrollo puede distinguirse de otras teorías con las que suele confundirse en el plano activista.

El “contenido mínimo común” del neoconstitucionalismo latinoamericano revela que, especialmente en el ámbito iberoamericano, se ha difundido una narrativa que vincula tres pilares conceptuales que forman el sostén de la edificación neoconstitucional. Nos referimos a las premisas sobre derechos humanos, justicia constitucional y Constitución.


 

El enfoque de derechos humanos y el Neoconstitucionalismo

En la narrativa neoconstitucional los derechos humanos positivizados en la Constitución constituyen el fin de la polis; tanto el Estado como la sociedad, deben orientarse a satisfacer las exigencias de los derechos reconocidos por la Constitución y el derecho internacional de los derechos humanos.

Esta concepción es parte de lo que Lefort (1990) denominó “política de derechos humanos” y no resulta privativa del neoconstitucionalismo. El enfoque de derechos humanos propio de este tipo de política, representa una teoría de la justicia extendida a escala global, que ha reemplazado toda opción política radical (luego de la caída del muro de Berlín), por opciones progresivas de cambio social, respetuosas de los derechos humanos (Ferrajoli, 2011a; Santos, 2002; Bobbio, 1991; Dworkin, 1984; Pisarello, 2001; Sunstein, 1990). Los derechos humanos así concebidos, representan la noción más aceptada de legitimidad política (todo poder local o global se justifica siempre que respete los derechos humanos) y representación de valores plurales que deben coexistir en una sociedad democrática (Lefort, 1990).

En América Latina debemos reconocer que la política de derechos humanos ha supuesto una ampliación de los titulares de derechos y una concepción a veces diferente de los derechos humanos, que Boaventura de Sousa Santos ha llamado “contrahegemónica” (Santos, 2009). La Constitución de 2008 recoge innovaciones destacables en este ámbito.

Desde el primer artículo puede evidenciarse el énfasis de los constituyentes en la primacía de los derechos constitucionales y en las garantías de esos derechos. El artículo 1 afirma que el Ecuador es un Estado Constitucional de Derechos, el artículo 426 señala que los derechos humanos serán de inmediato cumplimiento y aplicación, y el artículo 424 privilegia los derechos reconocidos en los tratados de derechos humanos que sean más favorables a los derechos contenidos en la Constitución.

Ello significa que el Estado, entendido como la organización política de la sociedad ecuatoriana (a nivel central y descentralizado), debe orientar todas sus actividades hacia la realización y garantía de los derechos. Todos los órganos políticos, administrativos y judiciales deben actuar, tomando como límites y vínculos, los derechos constitucionales. Límites que establecen lo que no se puede decidir (v. gr. dictar la pena de muerte) y vínculos que condicionan lo que se debe hacer (v. gr. prestar servicios públicos de calidad). No se trata ya, del respeto a la legalidad propia del Estado de Derecho, sino del cumplimiento de los derechos y las demás normas constitucionales, que pese a no tener la forma de normas hipotéticas en la mayor parte de casos, son vistas como enunciados que deben orientar la práctica y los fines de la organización social.

El discurso de los derechos de la Constitución de 2008 supone una reivindicación de la soberanía popular, a partir de la idea de democracia sustancial. El contenido o sustancia que las mayorías deberían incluir en el proceso (Dahl, 1991: 232) y resultado de la democracia (el contenido de las decisiones), son los derechos humanos de todas las generaciones. Esto quiere decir, que los derechos representarían la noción de legitimidad política (todo poder local o global se justifica siempre que respete los derechos humanos) de las izquierdas (Lefort, 1990: 232).

No sería exagerado señalar que esto implica traducir el concepto de soberanía popular, antes entendido como una expresión de las mayorías, en un concepto de democracia plural, que dividiría la soberanía atribuida al “pueblo”, en “fragmentos de soberanía”, distribuidos entre todos los titulares de derechos, individuales y colectivos (Ferrajoli, 2011b). Por supuesto, la soberanía de los titulares de los derechos, no sería una expresión ontológica de derecho natural, sino un mandato que vincula y limita todo poder estatal y privado en democracias constitucionales que priorizan los derechos como artificios políticos fundados en la moral del contexto constituyente (Ferrajoli, 2011a).

En consonancia con esta visión de los derechos humanos, el neoconstitucionalismo ecuatoriano asume la política de los derechos como una alternativa voluntarista a la democracia, al proponer que “la política se convierta en un instrumento de actuación del derecho, sometida a los vínculos que le imponen los principios constitucionales” (Ferrajoli, 2011b: 35). Usamos el término voluntarista porque es un término apropiado para caracterizar la principal carencia del neoconstitucionalismo ecuatoriano, su ceguedad frente al régimen político. Luego veremos a qué nos referimos con ello.


La Constitución como libro maestro

El neoconstitucionalismo enfatiza en el carácter mandatorio de la Constitución de los derechos aprobada en Montecristi. Esta debe ser considerada como una “norma jurídica” vinculante para los poderes públicos y privados, al punto de considerar la política y el Estado como instrumentos de garantía de los derechos cuya función principal consistiría en favorecer la “constitucionalización” del ordenamiento jurídico, tanto a nivel de las políticas públicas, como en las relaciones entre particulares.

El problema del neoconstitucionalismo en este plano es que se limita a indicar cuál es la interpretación sistemática de la Constitución, bajo los presupuestos de completitud y coherencia del texto constitucional. Su aporte central en este campo es la denuncia de las “desviaciones” constitucionales que transgreden los límites de la validez formal y sustancial (Ferrajoli, 2011a, Ávila, 2009).

La crítica atribuible al neoconstitucionalismo en este plano, es que la Constitución ecuatoriana y otras Constituciones latinoamericanas (v. gr. la Constitución de Colombia), al ser producto de visiones ideológicas no reconciliables, mal podrían asemejarse a aquello que Alchourrón (2010) denomina un “libro maestro”.

Esto quiere decir, que no es posible deducir consecuencias unívocas a partir de textos constitucionales que recogen valores plurales y en ocasiones antagónicos (López, 2006). Las Constituciones pluralistas no pueden ser interpretadas desde convenciones lingüísticas claras, reglas lógicas o principios doctrinarios. Aunque muchos hayan construido ya, una Sistema Maestro a partir de una idea de Libro Maestro, creemos que no sería justo señalar que ello se ha hecho de forma objetiva, como si existiera un solo Libro Maestro y un solo Sistema Maestro. Recordemos que no es posible tomar una posición “coherentista” frente a una Constitución, cuyos derechos y principios no vienen ya perfectamente delimitados. Más bien, estamos frente a Constituciones pluralistas, cuyos valores, principios y derechos pueden resultar tendencialmente contradictorios para cualquier intérprete medianamente objetivo. Este puede ser demostrado a partir de las dificultades que surgen cuándo intentamos resolver casos difíciles o desarrollar leyes que equilibren los derechos en juego y las fuerzas políticas que los demandan.

En el caso ecuatoriano, estos problemas son especialmente relevantes. Se recoge una clasificación de derechos que demandan transformaciones radicales a las estructuras de poder económico, cultural y político. En la Tabla 1, damos cuenta de esa clasificación de derechos:

Tabla 1. Clasificación de derechos

Categorías de derechos
Características
Derechos del buen vivir
Se trata de derechos que tienen dimensiones individuales, pero sobre todo dimensiones colectivas. Son derechos otorgados a grupos humanos de diferente escala. Derechos de toda la población (v.gr. el derecho a la soberanía alimentaria, el derecho al agua, a la salud, a la educación, a la vivienda, al trabajo, a la seguridad social, etc.), derechos de las comunidades, pueblos y nacionalidades, los derechos de los grupos de atención prioritaria (mujeres embarazadas, personas con VIH, personas privadas de la libertad, adultos mayores, niños, niñas y adolescentes, etc.). En otras palabras, son los derechos de los más débiles (Ferrajoli, 2001). El Estado tiene el deber de velar porque todos los seres humanos, independientemente de su poder de adquisición, tengan una vida digna, satisfagan sus necesidades y pueden ejercer plenamente sus libertades (Sen, 2010). Por tanto, los derechos del buen vivir exigen un Estado que intervenga activamente en la sociedad, a través de políticas públicas y servicios públicos.
Derechos de
participación
Son derechos que permiten la participación política de los y las ecuatorianos, sin discriminación y en igualdad de condiciones, en todos los niveles de toma de decisiones.
Derechos de libertad
Los derechos de libertad son los clásicos de derechos de no intervención. Exigen que el Estado y los particulares se abstengan de intervenir de forma ilegítima en la vida de las personas. Las personas tienen derecho a desarrollar su personalidad, a expresarse, asociarse, manifestarse, a movilizarse, a desarrollar actividades económicas, etc. Tales derechos pueden ser limitados, pero solo a partir de las normas constitucionales y de los instrumentos internacionales (v. gr. la prohibición de injuriar, los límites de las actividades económicas a partir de los bienes sociales, etc.).
Derechos de la naturaleza
La Constitución reza: “La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”. No podemos abordar aquí la profundidad de esta idea, pero hay que reconocer que no estamos frente a derechos centrados en el hombre (antropocéntricos), sino frente a derechos de un “ser” que en el mundo andino (en su mitología y en su metafísica) no es un mero instrumento de explotación, como ha sucedido en el mundo judeocristiano, en el que la naturaleza debe ser dominada y explotada, como un medio, para satisfacer los fines humanos. Los derechos de la naturaleza deben leerse conjuntamente con las ideas poscapitalistas y poscoloniales que comentamos antes. Tal lectura apunta hacia una forma de vida que la Constitución denomina “buen vivir”. Esta requerirá “…que las personas, comunidades, pueblos y nacionalidades gocen efectivamente de sus derechos, y ejerzan responsabilidades en el marco de la interculturalidad, del respeto a sus diversidades, y de la convivencia armónica con la naturaleza” (art. 275).
Derechos de protección
Los derechos de protección representan el conjunto de garantías del debido proceso en sentido amplio. Es decir, las garantías del procesado y demás intervinientes en el proceso que permitan un juicio justo. Ello incluye el acceso a la justicia y la tutela judicial expedita y efectiva. Se trata de derechos que se ejercen cuando es necesario recurrir a procesos administrativos o judiciales en aras de obtener una decisión que determine derechos y obligaciones.

Fuente: Constitución de 2008.
Elaboración del autor.

A esta demanda plural de derechos que incentiva las demandas sociales más diversas, debemos sumar la existencia de un régimen político que fomenta la creación de un Estado activista, bajo el dominio de un presidente con amplios poderes para exigir la colaboración del parlamento e influir en la designación de autoridades con poder de veto. La pregunta que surge en este contexto es qué criterios interpretativos pueden resultar apropiados para que una corte activista intervenga en la conflictividad política asociada a la complejidad semántica y política de la Constitución de 2008. Al menos el neoconstitucionalismo, no contiene herramientas para resolver esta interrogante, que parece haberse resuelto políticamente, mediante la defensa presidencial de las líneas constitucionales más cercanas al proyecto modernizador, vertical, multicultural y desarrollista del presidente en funciones.


La judicialización de la política como una utopía

 

Lejos de visibilizar la conflictividad de la Constitución de Montecristi, el proyecto neoconstitucional, por inercia transnacional (las cortes se han fortalecido a nivel global) o seguidismo intelectual, insistió en diseñar una súper Corte Constitucional, sin analizar los incentivos para que el proyecto político del Presidente se haga con el control de esa Corte.

La narrativa neoconstitucional propuso insistentemente que la Constitución de los derechos, normativa, pluralista e invasora, debe ser protegida por un “guardián” capaz de corregir las desviaciones normativas en las que incurran los poderes del Estado o los poderes fácticos.

Afirmar que una Constitución que no está garantizada judicialmente no existe, como sugiere la doctrina neoconstitucional, es empíricamente falso. Tanto el régimen constitucional más antiguo del mundo (el Reino Unido), como países reconocidos por su alto desarrollo democrático, como Canadá, Suecia, Nueva Zelanda y Países Bajos, han logrado garantizar los derechos humanos y conservar sus prácticas democráticas, sin implementar el control judicial de constitucionalidad.

Ahora bien, podría argumentarse que especialmente en los países del Sur, los tribunales constitucionales han resultado necesarios para contribuir a consolidar los procesos de transición a la democracia liberal, luchar contra la corrupción y favorecer a grupos sociales desamparados y excluidos (Rodríguez y Rodríguez, 2010). No discutimos que tales logros sean menores, aunque de ninguna manera podría afirmarse que resultan estables o definitivos. Pero cabría preguntarse, si estos fines requieren inexorablemente del activismo judicial.

Es más sensato reconocer que los tribunales activistas, vienen a llenar el vacío dejado por la debilidad y corrupción de las instituciones representativas, en un contexto en el que las demandas sociales se formulan en el lenguaje de los derechos. Por el contrario, si los poderes representativos del Estado funcionaran adecuadamente, difícilmente podrían presentarse oportunidades para la judicialización de la política, puesto que los logros positivos atribuidos a la justicia constitucional habrían sido alcanzados sin su auxilio (Gargarella, 2011).

La experiencia colombiana, marcada por la judicialización de la política, ilustra nuestra lectura. La Corte Constitucional de ese país, ha trasladado a la arena judicial, problemas mayúsculos que la clase política y la participación social no han logrado enfrentar, ya sea por la falta de voluntad política de los partidos tradicionales, o por los peligros que supone la movilización social en ese país. En numerosos casos, la Corte ha intervenido exitosamente en el control de la corrupción y en la definición de políticas económicas, tributarias y sociales. Para académicos como Rodrigo Uprimny (2008) ello obedece a varios factores: a) el desprestigio y lejanía de la clase política; b) la debilidad de la movilización social y los riesgos a los que se enfrenta en un contexto de violencia criminal; c) la facilidad de acceso a los mecanismos judiciales de control constitucional; d) el liderazgo solitario de la Corte Constitucional, en la defensa de las dimensiones progresistas de la Constitución de 1991; y, e) una tradición centenaria de judicial review aceptada generalmente por las clases políticas.

El caso colombiano, pese a cierta especificidad, ilustra las condiciones que pueden resultar necesarias para que el activismo judicial florezca en contextos como el latinoamericano. No todas son condiciones deseables, y buena parte de ellas no guardan relación con el contexto ecuatoriano. Pero quizá la condición más relevante, en la medida que aparece en los más variados contextos, es la existencia de una clase política dispuesta a tolerar hasta cierto punto el judicial review.

El neoconstitucionalismo ecuatoriano, no reflexionó lo suficiente sobre este problema. Pese a que se reconoció abiertamente, que lo único que habíamos logrado en materia de control constitucional era la politización de la justicia (Grijalva, 2012), el neoconstitucionalismo insistió en crear mecanismos que fortalezcan la justicia constitucional en la Constitución de 2008. Ello es más llamativo si consideramos que el contexto constituyente fue dominado por una fuerza política personalista, abiertamente renuente a enmarcar la política bajo reglas jurídicas (Celi, 2015).

Lo más preocupante, desde una perspectiva evolucionista del derecho, es que el afán por judicializar la política en democracias poco dadas a enmarcar el juego político mediante instituciones formales, puede llevar a una mayor politización de la justicia, en la medida que los actores políticos tendrían enormes incentivos para hacerse con el control del sector judicial (Couso, 2004). De esta manera, en lugar de incentivar el imperio del derecho, estaríamos favoreciendo el uso político del derecho y la des-institucionalización de la vida política, como parece estar sucediendo en Ecuador.

Es que en países que no han consolidado la independencia judicial, difícilmente puede sedimentar la judicialización de la política. Por el contrario, al fortalecer el control constitucional, se generan fuertes incentivos para que el poder político se haga con el control de la justicia y termine politizándola, generando de esta manera, un autoreforzamiento de los actores políticos que contribuye a la des-institucionalización de la democracia.

Este argumento es consecuente con lo que sucede actualmente en Ecuador. La cooptación de la Corte Constitucional por el Ejecutivo, ha venido a reforzar el poder del Presidente en funciones, en detrimento de las instituciones formales que era necesario construir en base a reglas jurídicas claras. Todo es discutible en la retórica de la Corte y cualquier premisa constitucional, favorece las preferencias políticas del gobierno en funciones. La interpretación constitucional es demasiado laxa. Con ello, el derecho constitucional, que debería enmarcar el ejercicio del poder, se ha convertido en el sirviente del poder.

Por otra parte, habría que resolver que tan valioso es para una democracia que los jueces intervengan de forma tan amplia –como sugiere el neoconstitucionalismo ecuatoriano– en la judicialización de la política. Por supuesto, ello requiere asumir que los jueces, tiene la última palabra sobre lo que es Constitucional, algo que en la mayor cantidad de regímenes personalistas de América Latina, es una entelequia.

Bajo este supuesto, no hay duda de que los jueces pueden y deben jugar un papel importante (cuando no exista una respuesta adecuada de otras ramas de gobierno) en la defensa de las minorías y de los presupuestos necesarios para que los procedimientos democráticos funcionen (v. g. libertad de expresión, mecanismos de participación, libertad de asociación, etc.), pero resulta poco democrático asignar, a un órgano contramayoritario, competencias que le permitan incidir en el contenido de cualquier política pública. Siempre es más democrático que sean los órganos representativos, políticamente responsables en contextos de incertidumbre (Manin, 1999), los que tomen decisiones sobre lo que se debe hacer desde el Estado en aras de la legitimidad de las decisiones políticas. Legitimidad que estaría asegurada si el procedimiento de formación de las leyes y políticas es respetuoso de la inclusión, la deliberación y las demandas de las grandes mayorías. Creemos que la democracia procedimental, así concebida, necesariamente se orientará, a garantizar, en la medida de lo posible, los derechos fundamentales. Habrá casos en los que la ley (una vez legitimada desde una perspectiva procedimental), atente gravemente contra los criterios de equidad de los jueces en los casos concretos, quienes deberían evaluar si es posible hacer justicia, sin fomentar el particularismo en la política estatal, con los consiguientes costos en los niveles de independencia judicial y en la racionalidad de las políticas públicas.

Estos criterios, se justifican en un contexto en el que existe estabilidad política y rendimientos positivos en el ámbito de las políticas públicas. Mal podríamos defender que en contextos que supongan la afectación sistemática de estos bienes, los jueces opten por una actitud pasiva, aunque su activismo suponga graves consecuencias para la estabilidad en sus cargos. Ello sin embargo, no es lo más probable en Ecuador. Los jueces se han caracterizado por una actitud conservadora y funcional (Basabe, 2011), que debería hacernos reflexionar sobre otras instituciones constitucionales, más origínales y viables, en procura de los derechos y bienes imprescindibles para el proceso democrático.

Asimismo, trasladar las esperanzas de cambios sustanciales a los tribunales de justicia no es la mejor opción si lo que se busca, es fortalecer la democracia representativa y mantener la vitalidad de la lucha social en procura de los derechos fundamentales (asegurados principalmente por políticas públicas aseguradas por el principio de legalidad) y de cambios estructurales de la economía y la sociedad, tan necesarios en América Latina. Como bien demuestra la experiencia colombiana, la judicialización de la política puede contribuir a retardar los cambios institucionales, así como a desincentivar el compromiso de la clase política frente a problemas que deberían enfrentarse políticamente en lugar de ser judicializados (Uprimny, 2008).

Por otra parte, incluso en el plano imaginario del neoconstitucionalismo, deberíamos cuestionar que tan legítimo y saludable para la democracia es que los jueces tengan la última palabra sobre el sentido de la Constitución. Es claro que el poder de interpretar la Constitución, máxime si ésta contiene disposiciones indeterminadas y derrotables, es un poder fundamentalmente político, que puede definir la orientación y el sentido de las políticas públicas.

Ello es objetable, tanto desde el argumento contramayoritario, como de argumentos más sensibles a nuestro contexto. Así, la búsqueda de un gobierno representativo con mayor estabilidad y mejores rendimientos requiere de un poder judicial moderado (esto es, limitado a garantizar el procedimiento democrático y los derechos de las minorías), así como de un poder político con suficiente margen de acción para enfrentar la incertidumbre. Después de todo, no corresponde a jueces activistas, sino a ciudadanos activos y a gobernantes responsables, hacer avanzar el proceso democrático en Ecuador y América Latina.


Conclusiones

Nuestro breve análisis recoge las conclusiones de trabajos previos. Quizá pueda colegirse a partir de lo dicho, que el neoconstitucionalismo es un proyecto ideológico, posible de ser comprendido si centramos nuestro análisis en los valores que propone como interdependientes.

La política de los derechos en el lenguaje neoconstitucional centra sus esperanzas en el carácter normativo de la Constitución y principalmente en el papel de jueces constitucionales competentes para enmarcar la política en el derecho.

En ambos casos, encontramos problemas conceptuales y prácticos. La Constitución representa problemas interpretativos con amplios márgenes de discrecionalidad que favorecerían en contextos ideales la judicialización de la política. Por otra parte, la realidad del poder judicial en países que no han acogido el judicial review en sus instituciones informales, devela incentivos perjudiciales para la institucionalización formal de la política que se suman a los márgenes de penumbra de las constituciones pluralistas latinoamericanas. Pareciera que la doctrina constitucional, al haber resultado exitosa en la ingeniería formal de la justicia constitucional conforme al modelo europeo, abrió la puerta a una mayor politización de la justicia. Al menos esa resulta ser la consecuencia más visible en el sistema político ecuatoriano.


Referencias

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