Jose Luis Revelo Calvache
Estudiante de Doctorado en Ciencias Humanas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia – sede Medellín.
Magíster en desarrollo educativo y social. Universidad Pedagógica Nacional.
Email: jreveloc@unal.edu.co
Recibido 09/10/2019, Revisado 30/01/2020, Aprobado 13/04/2020.
La educación para la democracia y el acceso al progreso han sido dos ejes fundamentales del discurso educativo colonizado con que nuestra escuela fue construida. Este texto pretende acercarse a la comprensión de la llegada del edificio escolar al entramado institucional de las nacientes repúblicas del siglo XIX y a las lógicas con las que se ha transformado el discurso educativo a partir de las ideas de progreso, la evolución del Estado nacional y las nuevas interpretaciones sobre el desarrollo que se han gestado en Latinoamérica. Abordaremos los pormenores acerca de cómo las ideas de educación y progreso fueron determinantes para la construcción de un país homogéneo, frente a las tensiones propias de nuestras diversidades ancestrales.
Palabras clave: Educación; Progreso; Ciudadanía; Estado nacional; Diversidad; Desarrollo.
The teach for democracy and the access to progress have been two essential axes in the way in which the school was built in the Latin-American context. This text invites us to understand the arrival of scholar building in the background of the national states, around the settled of the new republics of the 19th century. Furthermore, we review how education has transformed itself along the time with the ideas of progress, national state evolution and the new interpretations about the development. We aboard the issues about how the ideas of progress and education were decisively to build a homogeneous country sometimes against our cultural diversity.
Keywords: Education; Progress; Citizenship; National state; Diversity; Development.
Nadie puede dudar de que es deber del legislador preocuparse por la educación de los jóvenes, ya que el no hacerlo en las polis perjudica a las politeias. Porque es preciso educar cada [forma] de politeia. Cada politeia tiene su carácter peculiar, que originalmente la formó y que continúa preservándola.
Aristóteles (Politeia, 1337a12-17)
Durante la primavera de 1848, Louis Auguste Blanqui y Étienne Cabet encabezaban una campaña para evitar que las elecciones se lleven a cabo. Desde París, pusieron el grito en el papel e intentaron dirigir la atención de los republicanos hacia el hecho de que los encargados de decidir el rumbo de lo que sería la segunda república estaban conformados, por una parte, por los escasos obreros registrados en los comicios de la ciudad ―que no tendrían ninguna oportunidad de oposición frente a la burguesía― y, por la otra, por una extensa población campesina que, en los contornos rurales, de seguro sería influenciada por los aristócratas y sus intereses hegemónicos (Rosanvallon, 1999, p. 320).
El argumento con que los republicanos Blanqui y Cabet describieron la difícil situación a la que se enfrentaban, tiene que ver con la falta de preparación de las clases populares para asumir las responsabilidades inherentes al ejercicio del sufragio universal. A decir de los activistas políticos, hacía falta que la luz del conocimiento penetre en todos los poblados de la república y permita, con un proceso educativo de largo aliento, que las personas adquieran el nivel adecuado de conciencia electoral. Lo anterior las habilitaría para tomar decisiones de mayor trascendencia política.
En efecto, un par de meses después ―y como resultado del primer proceso electoral caracterizado por el sufragio universal masculino― la elección de Luis Napoleón Bonaparte como presidente de la segunda república confirmaría los temores de Blanqui y Cabet. La decisión que al final de los comicios tomarían los noveles votantes, incrementó exponencialmente los juicios que arreciaron en contra de la condición intelectual del grueso de la población que cerró su destino. Aquello que en la actualidad la historiografía francesa reconoce como el Segundo Imperio, sería la evidente consecuencia de la falta de preparación y conciencia electoral de una población que necesitaba ser educada para participar de las decisiones del Estado.
Como vemos, la pregunta por la adecuada educación de la población para asumir las responsabilidades propias de la ciudadanía y la civilización alimentaba las inquietudes de algunos republicanos. Lo anterior, evidenciándose incluso antes de los comicios, demostraba la necesidad de pensar procesos educativos duraderos que le permitieran a la democracia triunfar sobre las oligarquías. Esto conformaría el prolegómeno de una segunda generación de republicanos encargados de delinear el proceso de la instrucción pública, entendida como una educación para los deberes democráticos. Con ello, se definiría entonces la premisa de la afirmación republicana (Rosanvallon, 1999, p.326), la cual se enmarca en el contexto de la laicización del Estado y la emergencia de otras instituciones para moldear las conductas de los individuos.
Cuestiones como esta y como la idea hegeliana de una sociedad europea que se consolidaba en el dialéctico tren de la historia ―el mismo que permitiría la consolidación del espíritu de la humanidad―, conforman el universo de sentido con el que se gestaron en territorio americano los diversos movimientos de emancipación de los reinos locales. La añoranza oligárquica por extirpar a las monarquías del poder y la necesidad de conformar Estados y poblaciones para la gestión de los procesos de autonomía territorial y comercio internacional, definirían las aspiraciones independentistas con que las élites criollas empujarían nuestro acceso a la modernidad.
Lo anterior determinaría algunas prácticas de gobierno en las nacientes repúblicas que se desligaron de los imperios europeos pero que, a decir de Mario Rufer (2010), solo constituyeron una “modernidad vernácula, [que] es una forma iterativa del discurso colonizante a partir del posicionamiento de élites criollas que desplazaron el discurso político hacia la realización nacional” (p.14). Es decir, fuimos testigos del desplazamiento del sujeto colonial por parte del sujeto ciudadano a manos de los descendientes locales de los inmigrantes de la Europa occidental.
Con este marco de referencia, mi intención en las siguientes líneas es la de abordar la aristotélica pregunta sobre cómo los discursos de la educación necesaria para la ciudadanía y el acceso al progreso por parte de nuestras poblaciones, entraman las determinantes coloniales que consolidaron el discurso educativo en una nación como la nuestra. Así, educación y progreso son claves para entender las relaciones territoriales entre la Europa occidental y la América recién incluida en el relato de la historia universal, puesto que consolidan un nodo de interacción que agenciará estas reflexiones. En otras palabras, lo que se espera en este texto es arrojar luces de comprensión en un contexto turbulento, para entender las inercias conceptuales que ordenan nuestras instituciones.
Los siglos XVII, XVIII y XIX son relevantes en la construcción del metarrelato del progreso en la historia de la Europa occidental. Este marco temporal constituye un encuadre discursivo determinante para los esquemas con los que tradicionalmente se comprende la historia. La elaboración de una narrativa cuyo eje axiomático es la acumulación del conocimiento producido por la humanidad como causa eficiente del surgimiento de la ciencia, el avance de la tecnología y el establecimiento de la sociedad ilustrada, conformará lo que para Robert Nisbet (1981) es la idea más importante de los últimos tres mil años: el progreso; idea que acompañó a la revolución francesa y a las posteriores revoluciones industriales.
En efecto, de acuerdo al referido autor, podemos entender al progreso como la capacidad del espíritu humano reflejada en la idea de la acumulación del conocimiento orientado al perfeccionamiento continuo de la humanidad ―de acuerdo al precepto ecuménico sanagustiniano (Nisbet, 1981, p. 97) ―. Con ello, asistimos al triunfo de la razón que produce, ordena y acumula conocimiento al servicio perpetuo de la perfección material, social, moral y espiritual. Por supuesto que estas ideas están en abierta contraposición a otras consideraciones que ven en la historia de la humanidad una constante degeneración y corrupción social, evidente en las continuas implosiones naturales y sociales provocadas por la aparición de artefactos y elementos propios de lo que reconocemos ligeramente como la tecnología moderna.
Esta tensión entre una visión optimista y otra pesimista acerca del futuro de la humanidad configura la matriz de opuestos que la ciencia social ha enfrentado al momento de explicar el orden y el caos. Sin embargo, son precisamente estas tensiones las que, a lo largo del texto, nos permitirán comprender un concepto que parece volcarse sobre sí mismo para autoproducirse y autoflagelarse, “un hecho que representa otro ejemplo de la capacidad que tienen las técnicas y los valores occidentales para ser exportados, corrompidos y luego dirigidos contra ese mismo mundo occidental que los creó”, diría el señor Nisbet (1981, p. 26).
Ahora bien, retornando a la concepción más optimista del progreso, esa que lo entiende como el escenario óptimo para la comprensión del orden social y siguiendo con Nisbet (1981), podríamos afirmar después de todo que “la fe en el progreso ha sido la tendencia dominante a lo largo de la historia” (p. 19). Cabe anotar que el tufillo eclesial que el autor devela en su sentencia al apelar a la fe, nos ambienta un período de transición y continuidades que Michel Foucault comprendió eficientemente con sus conceptos de época: la biopolítica y el biopoder (2007, p. 169) y que, en el marco de la intelección del espíritu de la modernidad, nos permiten acercarnos al espacio de un dispositivo diseñado para conducir las conductas de la población.
En todo caso y como idea fundante del presente texto, se hará énfasis en que lo que caracteriza la secularización de los tiempos de la ciencia moderna, es el hecho de depositar el destino de la humanidad en manos del proceso de acumulación de conocimiento teórico y práctico. Es decir, en la presunción de que el conocimiento es la fuerza catalizadora que provoca el cambio y nos impele hacia el mejoramiento material, político, moral y estético (Almond, Chodorow y Pierce, 1982, p. 6). Una vez señalado esto, el siguiente elemento fundante del edificio del progreso tiene que ver con el hecho de que es la especie humana la que se convierte en actriz y beneficiaria de este avance hacia la felicidad, la riqueza y la paz. Este movimiento, tal cual se describe, termina por desplazar a la providencia del eje determinador de las causas finales de nuestros designios1 ; desplazamiento que dejaría su impronta en el pensamiento social posterior.
Tal como vemos, la comprensión contemporánea del concepto de progreso amarra su génesis a las ideas de mediados del siglo XVII, época en la cual, según Nisbet (1981) “… Dios ha dejado ya de ser una omnipotencia lejana, separada del hombre y se ha convertido en algo parecido a un proceso” (p, 187). Esta idea de proceso ―que otro autor ha visitado para entender a la civilización en los términos de la coacción de las pasiones y otras conductas bárbaras en los entornos cortesanos (Elias, 2000) ― debe entenderse como un afluente de los conceptos evolutivos y materialistas del siglo XIX.
Maddaloni (2013) nos recuerda que la idea de progreso así constituida se juntó a la de evolución social, en el marco del avance de la reflexión hegeliana sobre el desarrollo del espíritu (razón) de la humanidad de la Europa occidental. Esta idea ya traía el empuje comtiano de los momentos positivos que pretendían sustentar el marco explicativo del orden social a partir de leyes universales y, además, se cargaba con la idea malthusiana de la comprensión de la relación entre territorio y población como una continua lucha por el agotamiento de los recursos. Todo lo anterior, alineado como la serie de reactivos necesarios para entender esta perspectiva utilitarista/religiosa, enfoca el debate sobre la permanencia de la idea bíblica del control y el aprovechamiento de la naturaleza.
Siguiendo estas afirmaciones entendemos que el metarrelato que orienta la historia humana parece des-enrollarla en un movimiento perpetuo que tiende hacia adelante; avance que se lee en clave de las dimensiones espacio temporales que gobiernan la dualidad con que se nos ha permitido comprender el camino que transita la humanidad. De esta manera, la idea de progreso se asocia a lo que Gellner (1964) rotula como la flecha del tiempo y que se entiende como un vector que explica el avance y la transformación de la realidad con un horizonte de mejoramiento continuo al que estaría condenado el destino de la especie y que al final de cuentas se desvela como otra ilusión de la modernidad2.
De esta manera, la ilusión del progreso (Maddaloni, 2013) que se consolida en el período de tiempo ya referido, se convierte en la salvaguarda del espíritu de la humanidad y en el asegurador de un futuro mejor a favor de las promesas del discurso de la modernidad y, al mismo tiempo, en el más fiel premonitor de un porvenir lleno de las bondades que la acumulación del conocimiento está por entregar a la humanidad. Esta idea de acumulación del conocimiento práctico y teórico parecía demostrar que no había barreras para la realización de las más profundas y filantrópicas aspiraciones humanas. “El paso de lo inferior a lo superior es entendido como un hecho tan real y cierto como cualquier ley de la naturaleza” (Nisbet, 1981, p. 20).
No obstante, para acercarnos a una comprensión crítica del concepto, es necesario que vayamos ahora a las palabras del director para humanidades de la Fundación Rockefeller, Joel Colton, en el prólogo que hace del texto “Progress and its discontents” (Almond et al, 1982) ―publicado por la Universidad de California y que a finales del siglo XX nos comparte una serie de reparos frente a esta idea de progreso, todavía anclada a las inercias teóricas propias de algunos representantes del pensamiento social del siglo XIX―. En la discusión que presenta el libro, se recogen los cuestionamientos que la mirada utopista y apocalíptica de la contracultura reviven respecto de esta noción de avance progresivo en la humanidad, apoyados en el turbulento clima de la época de postguerra y que durante la década de los años 70 del siglo XX retumbaban en San Diego, California; preguntas que los editores del referido texto habían podido discutir en medio de los encuentros del ala oeste de la Academia Americana de Artes y Ciencias.
Según Colton (p. ix), si bien podríamos rastrear el uso y origen del concepto de progreso en contextos que se referencian desde hace más de 2.500 años3―pasando por los filósofos de la antigua Grecia, el pensamiento cristiano posterior, y pensando incluso en un estadio teológico comtiano―, el progreso debe entenderse más bien como una idea de la modernidad que se alimenta del discurso científico, se populariza en el siglo XVIII y se refuerza con la ilustración. Es más, sirven de apoyo a su establecimiento teórico las ideas que sobre evolución aparecerán en el siglo XIX, momento en el que además algunas filosofías deterministas lo rotularían como algo ineludible. Por ejemplo, la historiadora norteamericana Lynn Hunt (2014) dirá que para Durkheim y Weber la idea de modernización era inevitable.
Es así como, después de enfrentar los fenómenos de movimientos sociales que implicaron cambios políticos y culturales en el siglo XX, la idea de progreso es revisitada por un grupo de académicos quienes, atentos a los síntomas de las transformaciones mundiales, pudieron traducir en cuestionamientos académicos eso que las personas gritaban en contra de las premisas del orden que gobernaba las instituciones. Todo lo anterior matizado por el clima turbulento de la época y las evidentes contradicciones bélicas en el panorama de un planeta dividido. Pero hagamos una pausa aquí y dejemos la discusión acerca de la reformulación que el progreso tuvo en la segunda mitad del siglo XX ―a la que volveremos más adelante― y su espíritu revolucionario, para concentrarnos nuevamente en la época de su consolidación como metarrelato de la modernidad.
Recordemos que vivir en un planeta que está al servicio de las demandas y necesidades de una humanidad orientada por la imagen del perfeccionamiento continuo, necesita un hábitat de recursos ilimitados tal como se asumía al mundo en expansión de los siglos XVII, XVIII y XIX. Este razonamiento determina las condiciones que explican la pretensión europea del dominio de la naturaleza por vía de la razón científica ―o de Estado―, asociada al control de las poblaciones y los territorios, situación que decanta en las diferentes invasiones que involucraron a los imperios europeos en territorios allende los mares.
Se podría entender esta cadena de argumentos de acuerdo con lo que George Ritzer (1993) atribuye a la sociología de Comte respecto a la comprensión del orden y el progreso como estadios últimos del desarrollo de la humanidad. Según el autor, estos estadios serían garantizados únicamente por el discurso positivista y son el correlato de esta idealización orientada hacia la realización de un mundo mejor, habitado por las ciencias naturales y sociales dentro del mismo horizonte de interpretación. Aunque el mismo Ritzer nos advierte respecto de la anacronía que representan en la actualidad las ideas de Comte (p. 92), es necesario revisar sobre el marco de la constitución de esta idealización del progreso, su llegada al territorio colonizado; espacio en el que se preparaban las bases de una serie de Estados nacionales orientados entre otras ideas, por esta ilusión de avance que representaba el proceso civilizatorio.
Con este panorama, acercarnos al conocimiento ordenado y sistemático del mundo; operar sobre las realidades así construidas y transformarlas; además de instituir códigos de comportamiento para relacionarnos con los entornos y garantizarnos espacios de felicidad (Young, 1982, p. 85), se convierten en las premisas básicas para entender la aparición de ese irrefrenable deseo de mejoramiento que caracteriza a las sociedades/culturas que emergen en nuestros territorios. Las selvas tropicales y las montañas andinas ―geografía de los nuevos mundos que perseguían su reconocimiento como Estados nacionales― se convirtieron en el epicentro de la emancipación de naciones modernas que, paradójicamente, permanecen atadas a dependencias coloniales como condición de su realización.
Para entender mejor la clave hegemónica con que se instala la idea de progreso en nuestros contornos y trasciende a los anhelos de emancipación, seguimos las ideas de Derek Heater (2004) quien nos recuerda que “…la práctica misma del domino imperial se erigió sobre la pretensión incuestionable de que los colonizadores traían los inestimables beneficios de la civilización occidental para las acaudaladas gentes de las Américas, incluido el cristianismo4” (p. 125). Es decir, la clave colonial con la que se entiende a los pueblos de las Américas fue erigida de acuerdo al acumulativo espíritu del progreso.
En efecto, las ansias progresistas, desarrollistas y mercantilistas que caracterizan estos modelos cuasi-organizados de Estado y la ilusión de avance que el actual discurso de las ciencias sociales devela en el fuero de su constitución, llegan a manera de envío postal que se rotula con nuestras coordenadas como destino final. Este es el relato ilustrado que bajo los disfraces de ciencia, tecnología y educación para el progreso y la unidad política se impone en las naciones que durante el siglo XIX se consolidaban en el establecimiento postindependentista (Pita, 2017). Dichas naciones estuvieron entonces agenciadas por élites criollas, cuyo discurso conformó los marcos de interpretación con que se rotuló a las tierras de selva húmeda, tropical y andina.
Si bien el concepto de progreso pareciera de esta manera delimitado y convertido en unidad de análisis, cabe preguntarse por las implicaciones que este tuvo para la construcción de la historia en nuestros entornos de reflexión y las divergencias que puede producir. Tal como se puede anticipar, la tensión entre imperio y colonias se ajusta a las dinámicas de dominio europeo que se concentra en el señorío de amplias extensiones de territorio (poder extensivo en términos de Mann, (2012)), el control de grandes grupos de personas (poder intensivo, Mann (2012)) y el aprovechamiento de vastos recursos naturales.
Con todo lo anterior, resulta relativamente fácil comprender que en los territorios colonizados por las potencias europeas, especialmente durante los siglos XVIII y XIX, el concepto de progreso llegó de la mano de las argucias criollas que quisieron justificar la emancipación de los regímenes monárquicos y que, además, llegó acompañado de los preceptos evangelizadores de aquellos que veían en el enfrentamiento entre caos y orden ─y la posterior derrota del primero a manos del segundo─ el camino ideal de una humanidad que se agobiaba.
3. Conviene revisar en su totalidad el interesante libro de Robert Nisbet citado a lo largo de este texto para profundizar en la historia cristiana de la idea de progreso.
Como ya lo vimos, el progreso tiene a muchos descontentos en la actualidad y para entenderlo como idea clave en el establecimiento de Estados nacionales ―en los emancipados territorios posteriores a la hegemonía europea―, la premisa de caos y orden es determinante. En efecto, esta fue la matriz con que se juzgó por mucho tiempo a los territorios desconocidos y que permitió la consolidación de juicios expresados en lógicas de civilización y barbarie, herederas del espíritu progresista de la humanidad. De esta manera, el occidente europeo se consolidó como el ideal sobre el que debía transformarse la selva inhóspita y el concepto de Estado nacional marcó su operacionalización en los territorios colonizados por Europa.
Recordemos que, de acuerdo a Eduard Said (1994), las pretensiones colonizadoras de las potencias europeas en el siglo XVIII se alimentaron del discurso de la ilustración que se concentraba en la idealización de los viajes y los descubrimientos de territorios utópicos e idílicos; espacios que coinciden con las geografías de Asia, Africa, América y el lejano Oriente. De acuerdo con el autor, la retórica de llevar el progreso y la civilización a los pueblos primitivos y/o bárbaros se movilizó junto a la ilusión de benevolencia que se asocia al despliegue imperial.
Para el caso de las emancipaciones en Suramérica, König (2014) acude a la noción de ficciones criollas para entender que son las élites regionales las que construyeron los referentes de identidad que se acomodaron a los diferentes momentos históricos de las turbulencias postindependentistas. Más allá de entender un Estado nacional en los términos del orden institucional que regenta el monopolio de la violencia y las finanzas, la idea de un orden estatal sincrético que llega a nuestras independencias será la clave para entender la diversidad propia de las naciones emergentes.
El problema que se plantea en términos del referido autor tiene que ver con los elementos de identidad e identificación que debieron converger en medio del clamor popular y las construcciones de los dirigentes políticos criollos; sin desconocer con ello que hubo otros grupos sociales que también tenían intereses nacionalistas. Estas élites recién constituidas en gobiernos no podían acudir inmediatamente a los mecanismos de socialización que para ello dispone la civilización, tales como la escuela o los museos.
Según König, para acudir a la construcción de estos primeros referentes de identidad, la clase política acudió a una serie de imágenes y representaciones simbólicas que daban cuenta de los valores propios de la época en donde, por ejemplo, se instrumentalizaba la imagen indígena para reivindicar la lucha de independencia, pero nunca para incluir valores indianos en la consolidación de los Estados nacionales emergentes. Otro tanto ocurriría con las imágenes de “madre patria” y “mayoría de edad”, para justificar la emancipación del hijo frente a las cadenas opresoras de la familia real5.
De lo anterior tenemos que quienes se dedicaban a ejercer la agencia de estas identidades nacionales intentaban interpretar una realidad pretendidamente universal, en clave de los sincretismos propios de nuestras particularidades6. Esto dio pie a oportunismos que, según König (2003), se cristalizaron porque la condición colonizada hacía que nuestra élite criolla no pudiera participar activamente del progreso modernizador que el continente europeo estaba protagonizando con sus revoluciones industriales.
Volviendo a las ideas de Said (1994), podemos entender ahora esta relación de interconstitución en donde la experiencia traslapada de criollos, mestizos, mulatos, zambos, indios y negros ―por no referir las amplias taxonomías raciales de la época― coexistió con la de los grupos de europeos que regentaban el poder imperial. La relación que el autor norteamericano nos permite utilizar es la que determina la presencia de colonizados y colonizadores compartiendo el mismo suelo, conectando la cultura con el imperio, inventando y legitimando los relatos propios de la época.
Recordemos que asistimos a una época que, según Gellner (1983), se reconoce como la era del nacionalismo, concepto que empuja a las culturas dominantes a la lucha por la homogeneidad y la asunción del predominio político. Esta época coincide con la consolidación de la sociedad industrial que “es la única que ha vivido por y debido al crecimiento perpetuo y sostenido de un esperado mejoramiento continuo”7 (p.22). Por lo anterior, no es para nada sorprendente que el ideal del progreso se haya establecido como un concepto propio de esta sociedad secularizante.
Para Miguel Ángel Centeno (2002) está claro que “Latinoamérica comparte una especial veneración por la industria y el progreso más allá de toda iconografía vista en Europa o Norteamérica”8(p. 185). Esta situación evidencia la alineación de los intereses de las élites criollas con los preceptos de la sociedad moderna europea. En esta lógica, entendemos la mixtura de los intereses locales con los ideales modernos.
Como vemos, la idea de progreso y modernidad fue determinante para las independencias en los territorios de las indias occidentales y la idea de Estado nación fue el referente que se reinterpretó para llevar a cabo dichas independencias. En este sentido, todo el aparato institucional que se encargó de construir un sentimiento de identidad nacional, legitimador de los procesos emancipatorios, operó con las herramientas propias que la época dio a los representantes de la élite criolla y que se tuvieron que adecuar a las condiciones del territorio. Es del interés de este texto, avanzar sobre el fenómeno de la escuela como aparato propio del Estado nación diseñado para enaltecer el fervor patrio y generar espacios para fomentar el orden social.
7. “…is the only society ever to live by and rely on sustained and perpetual growth, on an expected and continouos improvement” (Traducción propia).
8. “Latin America shares a veneration of industry and progress far above anything seen in European or North American iconographies” (Traducción propia).
Como epítome realizador de esta civilizing mission (Mignolo, 1998), el aparato escolar aparece en la escena discursiva del proceso emancipador de nuestras naciones como el lugar propicio para implantar el relato legitimador del Estado; el mismo relato que tuvo que ser diseñado por las ya referidas élites criollas, en su afán por acceder a los circuitos comerciales que se fortalecían en los contornos europeos. La escuela como centro unificador, regulador y formador de ciudadanos aptos para la tributación y el mercado laboral ―léase, progreso económico (Pita, 2017)―, aparece como un espacio renovado en el discurso que pretendía consolidar lugares para la gobernanza.
Así, la escuela cumplía su misión al capturar personas a quienes era necesario regular de acuerdo con los fines de la identidad nacional. Parafraseando a G. H. Mead (2008), resulta interesante en este punto profundizar en los efectos que tuvo la educación sobre el pensamiento mismo de esta nueva ciudadanía que se organizó en Estados nacionales y que responde al proceso histórico que venimos desarrollando, pues recordemos que para Almario (2002) “las discusiones recientes acerca de la construcción de Estados-nación en América Latina precisan al respecto que una cosa es proyectar e imaginar la nación y otra muy distinta cristalizar o llevar a la práctica el proyecto” (p. 206).
En este contexto, la aparición del aparato escolar en las colonias es ya de por sí una contradicción que tensionaba los argumentos alrededor del sentido de su presencia. Si seguimos las ideas de Derek Heater (2004) entenderemos que, “…esta inquietud sobre los efectos potencialmente adversos de sólidos programas educativos en las colonias, fue una de las razones que dilató el progreso y desarrollo educativo adecuados para los pueblos locales”10 (p. 127). Estas ideas nos recuerdan las tensiones que Rosanvallon (1999) describe sobre la necesidad de una educación para la democracia; tensiones que dilataron ―durante el siglo XIX― la consolidación de la República francesa y que cuestionaron el acceso al sufragio universal como un derecho que podía convertir al pueblo en un gigante carente de inteligencia, que necesitaba ser preparado para cumplir con su misión suprema, tal como lo vimos al iniciar esta discusión.
En efecto si, según Heater, la educación en Europa perseguía los fines propios de la formación para la ciudadanía, adelantar procesos educativos en los territorios coloniales que permitieran la construcción de una identidad moderna, era algo que muy pocos iban a defender. En contextos donde era necesario hacer una serie de ajustes ideológicos ―pues los estándares europeos poco tenían que ver con la natural condición de las culturas locales―, la idea de una identidad nacional se confrontó con la reificación de lo que nombramos como la Europa occidental y sus valores, sustentados en los idiomas dominantes de cuatro o cinco países que se habían encargado de esquematizar los referentes del progreso.
En esta medida, perseguir el ideal de verdad, virtud y conocimiento, se convirtió en la premisa con la que se implantó un modelo escolar subalterno, en el que se repetían viejas cláusulas de dominación. Con una serie de eufemismos patriarcales, se construyó un edificio institucional que pervive en el imaginario popular como centro de acceso al desarrollo, al pensamiento y al mejoramiento social y moral de una sociedad que siempre fue evaluada en clave de inferioridad, respecto al nivel de progreso que la sociedad europea había logrado en su proceso civilizatorio. Tal vez esto explique todas las dificultades que enfrentó la implementación de la educación pública, gratuita y secular descritas por el historiador Roger Pita (2017) en los albores de la República colombiana y que se asocia con las tradiciones conservadoras de una élite que deseaba perpetuar las relaciones de exclusión y dominación ejercidas sobre los grupos de población de pobres, indígenas, afrodescendientes y sobre las mujeres.
Para el caso de la transición colonial y republicana que nuestro país atravesó entre los siglos XVIII y XIX, la presencia de la escuela civilizadora puesta al servicio de la ciudadanía homogénea sería, de acuerdo con Bárbara García (2005), un proceso que nace con las tensiones de las reformas borbónicas que pretendían recuperar el control del adoctrinamiento por parte del Estado, pero en las que perviven las tendencias moralistas cristianas regentadas por las comunidades religiosas que habían controlado la instrucción pública. El proceso se resume en la transformación de una escuela colonial a una escuela patriótica en la que, en palabras de Francisco José de Caldas, citado por García (2005), se entiende a “la educación como un fin que se proponen los gobiernos [para] (…) colocarla en un lugar de la mayor importancia para el Estado” (p. 237).
De esta manera, las escuelas republicanas solo se entienden en el contexto del devenir sincrético de las escuelas de primeras letras, las escuelas pías, las escuelas religiosas y las iniciativas públicas y privadas de instrucción colonial que determinarían la tradición argumentativa en la consolidación del edificio escolar. Pasando por las reformas borbónicas y los posteriores planes de escuela que evidencian reformas y continuidades, García (2005) y Pita (2017) nos recuerdan que la inclusión de la educación entre los intereses del naciente Estado formaría parte de la pretensión moderna de la civilización. Además, esto explicaría la génesis de las posteriores tensiones entre los conservadores clericales y los liberales radicales en el marco de la resistencia indígena y afrodescendiente. Empero, la calidad y cobertura del servicio escolar aún era incipiente como para pensarlo como algo masivo; además, la división entre escuela pública y privada anticiparía el posterior adjetivo de irreconciliable para todo intento de unificación de un sistema educativo estatal.
Es así como, de acuerdo con lo que propone Heater (2004), podemos entender la enorme diversidad que resulta de la interacción entre contextos sociales y políticos frente al fenómeno educativo. El autor ejemplifica esta situación explicando que la educación para la ciudadanía en Esparta y Atenas ─modelos clásicos de obligatoria referencia─, para la Francia de la tercera República y, por último, para la Alemania del Tercer Reich son fenómenos completamente diferentes. De aquí que algo que ya es problemático en sí ─la educación para la ciudadanía─, adquiere en nuestras selvas tropicales y húmedas un tinte de sincretismo salvaje que aún hoy pervive en nuestras arcaicas instituciones que se niegan a caer, pero que se mantienen aferradas a la idea de una patria común y compartida (Dubet y Pons, 2013), idea fundante que nos permite seguir hablando de la educación para el pueblo.
Para Dubet y Pons, más allá de esa pretensión de la escuela francesa que se orientaba hacia la unificación de la cultura, del idioma, del himno, en fin, una escuela que recorría un camino expedito hacia la integración social, encontramos en la actualidad una “idealización del compromiso fordista, las políticas keynesianas y la racionalidad del Estado” (p. 125) como estructuras de pensamiento que se aferran a una “escuela [que] no solo refleja las desigualdades sociales, sino que en cierta medida las agrava” (p.131).
Recordemos que según Young (1982), las ideas de progreso llegan a América indicando el camino expedito para superar la pobreza, la ignorancia y la enfermedad ―demonios antiprogresistas― (p.85). Esto permite que solo sea cuestión de acomodar los intereses de la élite criolla a las herramientas que el mundo ofrecía para llevarnos a un mundo mejor. En consecuencia, la introducción del relato de la modernidad al continente estuvo mediada por esta acumulación progresiva del conocimiento al servicio de las élites locales y la escuela se dibujó como el escenario propicio para procurar, a través de la instrucción pública, el direccionamiento de la conducta de los ciudadanos.
Sin embargo, la escuela como pilar de la construcción de modernidad sufre el mismo proceso de erosión que ha enfrentado el sujeto moderno, la identidad, la cultura, el progreso, la sociedad y toda la colección de conceptos que hasta hace algún tiempo también sostenían al edificio de las ciencias sociales. Pero a pesar de las grietas que evidenciamos con los lentes de la actualidad, volver sobre su comprensión en los tiempos de las independencias nos puede ayudar a develar esta ilusión de integración social con que se movilizaron las ideas de identidad nacional, escuela y progreso.
Con esta serie de argumentos hemos llegado a una nueva gama de tensiones ―advertidas párrafos arriba― que evidencian el enfrentamiento entre el espíritu filantrópico de la idea del progreso para la humanidad y las prácticas de invasión y dominio que caracterizaron la incursión europea en los territorios colonizados. Esta matriz contradictoria es la que inspira la instalación de procesos educativos en las colonias. Estos procesos educativos son parte del relato para la consolidación de Estados modernos en las Américas, puesto que es posible que las tensiones actuales de nuestros sistemas educativos se correspondan con un proceso de actualización de las dificultades históricas del establecimiento educativo en la nación.
Sin pretender hacer de este documento una colección anacrónica de reflexiones, la discusión nos lleva ahora hasta uno de los conceptos contemporáneos más recurrentes en torno a los propósitos de la educación y que hace evolucionar las ideas de progreso. En medio de lo que podría entenderse como esquematismos coloniales, nuestra sociedad híbrida de aspiraciones eurocentristas se acerca ahora al concepto de desarrollo, elemento que nos permite volver sobre la reformulación que el progreso sufrió en la segunda mitad del siglo XX y al que habíamos llegado en un apartado inicial de este texto.
Como todos los conceptos que se han intentado abordar, el desarrollo como idea plantea cuestiones problemáticas que se amalgaman con el devenir del pensamiento social y que, si bien podríamos encontrar su génesis en distintos espacios y tiempos, diremos junto a Ritzer y Dean (2015) que, como proyecto, podría ubicarse entre los años 40 y 70 del siglo XX. En esta época el desarrollo se constituye como marco de referencia diseñado para justificar el acompañamiento económico, financiero, tecnológico y militar que los países con economías fuertes tenían que dispensar a las naciones que no habían alcanzado el nivel de una economía rampante y autosuficiente.
Es decir, siguiendo los importantes aportes antimarxistas de Walt Withman Rostow (1960), se presume que los diferentes Estados nacionales atravesarán una serie de momentos del desarrollo y que es deber de quienes están en el tope de la evolución económica, orientar el camino de aquellos países que se encuentran más o menos rezagados en la senda del destino compartido que les espera al final de ese largo viaje. Como se observa, al igual que con la reificación de los conceptos de las ciencias sociales abordados a lo largo del texto, el desarrollo rápidamente empezará a desmoronarse en su edificio, desnudando los problemas propios de una definición que se concentra exclusivamente en su comprensión cronológica y lineal.
En nuestro hemisferio, son las ideas de Arturo Escobar (2007) las que más arrojan luces para entender cómo este concepto del desarrollo se instala a partir del discurso de la post segunda guerra mundial. Al acudir a informes de Naciones Unidas y discursos presidenciales norteamericanos, Escobar devela el entramado persistentemente colonial al que se somete a las economías emergentes por parte de los países más desarrollados. Lo que más llama la atención de sus argumentos tiene que ver con la importancia que se le da al acumulado técnico científico ―diríamos, de conocimiento― en el cual se sustentan las esperanzas de cambio y las promesas de un mundo mejor para todos.
De acuerdo con los argumentos de Ritzer y Dean, el desarrollo sería interpretado en el contexto latinoamericano por los pensadores de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL, entre quienes se cuenta específicamente los aportes de Cardozo y Faleto que, entre otros, permitirían la consolidación de eso que reconocemos como la teoría de la dependencia. En este sentido, Ritzer y Dean ―citando a Gunder Frank― argumentan que eso que podría entenderse como subdesarrollo en la teoría de los estadios del desarrollo, depende en efecto del propio sistema financiero capitalista y las relaciones que este mismo sistema provoca entre los países desarrollados y subdesarrollados. Del anterior razonamiento se puede entender, si acaso es posible en alguna medida el desarrollo, que éste ocurrirá sí y solo sí, los países menos desarrollados se desmarcan de estas relaciones desiguales.
Así, mientras el plan Marshall avanzaba en la reconstrucción europea posterior a la segunda guerra mundial y las alianzas para el progreso se consolidaban en los territorios calientes de la Guerra Fría, la política económica mundial ―de espíritu filantrópico― se afirmaba sobre una visión lineal de avance de la sociedad. Podríamos decir, en el marco de esta lógica, que este progreso que deviene desarrollo sigue articulado a una estructura colonial que reafirma la dependencia de las otrora, colonias europeas, ahora emancipadas y sujetas a la vez a la estructura del mercado mundial.
Eso sí, la educación seguirá siendo responsable del espíritu de cambio y mejora, que ahora será entendido en clave de los conceptos de innovación y desarrollo. Como institución destinada al fomento de las habilidades de la creciente población, la escuela refuerza su papel determinante en el proceso de la división internacional del trabajo. Más que un ciudadano apto para la tributación ―objetivo que jamás se abandona―, la escuela contemporánea necesita contar además con herramientas para que la inversión económica genere nuevo conocimiento y éste a su vez amplíe las condiciones para la generación de nuevos recursos económicos; cerrando con ello el ciclo de retroalimentación que propone el mismo Rostow (1960) en su interpretación del desarrollo. De esta manera, la escuela se torna importante en los esquemas que nos explican los procesos de producción y reproducción de la sociedad y la civilización.
En este punto resulta prudente matizar el sentido de esta visión del destino colonial que el territorio americano ostenta, pues de la mano de la teoría de la dependencia, podríamos pensar que hay una superestructura que determina nuestras relaciones de producción, situación que nos condena a una posición subordinada. A este respecto resulta ilustradora la propuesta de Carolyn Nordstrom (2004) quien, hablando precisamente de la intervención europea en África, nos recuerda que estas relaciones de subordinación que tienden a delimitar esta visión centro-periferia de las relaciones entre países, suele demarcarse como una relación de aprovechamiento casi utilitarista y, por el contrario, es realmente crítica (p. 236). Es decir, no estamos frente a una relación unidireccional. De hecho, es tan importante esta relación, que todo el avance de Europa ha dependido también de sus colonias a las cuales acude, según la autora, como una familia se acerca a un cesto de pan para el desayuno. De aquí que sigamos esta idea de la sociedad como un campo de juego en donde los actores tienen más lazos de relación, que aquellos que históricamente se han referenciado en el discurso oficial de las identidades nacionales.
A partir de las reflexiones hechas hasta ahora, es posible realizar cuatro afirmaciones respecto a la relación entre la educación y el progreso. En primer lugar, la educación y el progreso han formado parte de las discusiones políticas que caracterizan al país a lo largo de sus doscientos años de vida institucional. En segundo lugar, las políticas sociales y los planes de desarrollo han citado, invitado, redefinido y convocado a la unidad nacional a partir de la defensa de los continuismos conservadores o las trasformaciones liberales que cada tanto hegemonizan el panorama discursivo de nuestra clase dirigente. En tercer lugar, la incipiente opinión pública que se ha forjado en medio de estas discusiones enfrenta el vaivén de la historia que ahora se escribe con las herramientas digitales que sobrepasan a la tradición. En cuarto y último lugar, las ideas de educación y progreso, si bien cuentan con distintos modelos estatales de referencia, en todos los casos se estiman indispensables como productoras de países homogéneos, con las consecuencias que esto implicó a lo largo y ancho de nuestros territorios. De esta manera, la urgencia de un relato que dé cuenta de las tensiones de nuestra realidad política y nos permita comprender el presente, forma parte del centro de atención al que se dirigieron estas palabras.
Es así como el presente texto ha pretendido acercar al lector a una comprensión ―relativamente global― de cómo las estructuras de conocimiento responden a las estructuras de poder, las mismas que han mediado el proceso de construcción de nuestras historias y referentes identitarios. De esta forma, al acudir a la delimitación histórica y conceptual del progreso, nos acercamos a sus evidentes nudos de relación con el discurso educativo, en el contexto de la construcción de un relato para el reciente Estado nación postcolonial. Nada más allá de lo evidente, en nuestro caso; pero no por evidente, menos provocador.
En efecto, las transiciones entre el multiculturalismo y una perspectiva intercultural en los procesos de educación para pueblos originarios, beben de la fuente de los conceptos propios del progreso traducido a los idiomas nativos y que acuñaron a finales de los años 70 del siglo XX términos como el de etnodesarrollo o etnoeducación, (Bonfill-Batalla, 1982);conceptos que se convertirían en los referentes de los procesos políticos del movimiento indigenista latinoamericano durante algún tiempo y en diversos momentos históricos.
fenómenos en clave gellneriana, podríamos decir que fue necesaria la instalación de la Alianza para el Progreso y la Doctrina de la Seguridad Nacional ―acompañadas por el brazo académico del Instituto Lingüístico de Verano (SIL, por sus siglas en inglés)― a lo largo y ancho de nuestras selvas y montañas, para que se establecieran las condiciones de posibilidad de las resistencias locales; las mismas que concluyeron con la simbólica expulsión del SIL de nuestros territorios. Tal como hemos intentado comprender párrafos más arriba, el concepto de progreso se sitúa en el lugar central de la constitución de nuestros relatos identitarios o por lo menos, como su eje provocador.
Rappaport y Ramos (2005), en un interesante texto que reta los formalismos del discurso académico, nos recuerdan que la idea de cambio social aunada a la de educación se configuran en claves para entender el interculturalismo. Es decir que, en términos de interconstitución, para entender los anclajes de nuestra realidad social se debe tener en cuenta su relación con los determinantes discursivos del poder y el saber, para comprender su horizonte de reflexión. En otras palabras, entender nuestra realidad, aunque sea en clave eurocentrada, nos debe situar en la estructura dialógica que no otorga privilegios a ningún marco epistémico en especial.
De lo anterior comprendemos que resulta tan importante para la consolidación de Europa como eje central del relato del poder, la aparición de las minas de Potosí, como es importante para la mayoría de nuestros claustros universitarios, la llegada de órdenes religiosas europeas con ínfulas civilizadoras. Aunque por cuestiones de tradición, la balanza tienda a inclinarse hacia los representantes del poder, no olvidemos que Susan Buck Morss (2005) nos enseñó a ver en América las poderosas fuentes originarias de esa eterna juventud a la que el discurso de la modernidad siempre acude.
Es por eso que enfrentar las definiciones que en teoría social abundan para dar cuenta de nuestras realidades, es una empresa ciertamente abrumadora. Es algo así como estar en la última fila del espectáculo del conocimiento, situación que nos permite ser a la vez testigos inmediatos de largos procesos de comprensiones teóricas que han sido el fruto de reflexiones difíciles en el entorno del saber, pero que, al mismo tiempo, y por estar tan lejos de su núcleo de desarrollo, solo llegan hasta nosotros como ilusiones parciales en forma de explosiones supraestelares de las que solo seremos testigos en el tiempo.
Mario Rufer (2010) contribuye aquí a sintetizar este sentimiento de manera inmejorable cuando señala “la particularidad del sujeto postcolonial (nunca del todo secularizado, nunca del todo moderno, tampoco del todo ‘otro’” (p. 16); este sujeto que nos representa y que se ubica en el limbo transoceánico que alimentó a la modernidad, pero que nunca fue invitado al vagón del progreso, sino solo como proveedor de su combustible. Será entonces la tarea del siervo consciente de su relación de dependencia la de comprender sus cadenas, extender sus libertades y reproducir un nuevo orden social.
De aquí que el camino en nuestras ciencias sociales sea el de encontrar la ruta para ir más allá del simple reconocimiento de nuestras historias, de nuestras identidades, de nuestras naciones. Porque esta modernidad capitalista ha sabido transformar en objetos de exhibición distante en el tiempo, aquellos elementos de las identidades propias que podrían dar cuenta de nuestro pasado, pero que, en el discurso educativo, como en el de los museos, se terminan convirtiendo en objetos de exhibición apartados de la realidad que nos constituye en la actualidad.
La educación que nos merecemos, la educación que necesitamos, la educación que nos modernice, es un proceso que tendremos que reconocer como propio, en el marco de unas diversidades que superen el mero reconocimiento estatal de los otros, porque
la presencia del otro (el indio, las minorías, etc.) incluso en los nuevos relatos de articulación hegemónica en la nación multicultural, no se corresponde con procesos de autorización. El ‘reconocimiento’ no produce condiciones de igualdad de ningún tipo. Estamos cada vez más acostumbrados a reconocer, a exhibir, a percibir la otredad, pero no a producir la torsión política que implicaría validar esa otra presencia (una torsión que implica repensar el lenguaje científico de la experiencia social y el lenguaje moderno de la experiencia política. (Rufer, 2010. p. 16)
La tarea que nos invita a comprender las realidades de nuestra educación, nuestros edificios sociales y nuestras identidades, se configura en una amalgama de conceptos y experiencias que se construyen en nuestros contornos y dan por resultado estas Repúblicas tropicales que por mucho tiempo fueron asociadas al energético fruto de la musa paradisíaca,11 que cunde en nuestros lares y que también fue parte del proceso irremediablemente colonizador al que se han sometido las claves con que se nos juzga.
La educación y el progreso alimentan esta discusión para dar luces sobre los mecanismos de reproducción social que se establecieron en los territorios coloniales, a través de procesos agenciados por los intereses imperialistas de cuatro o cinco naciones específicamente situadas en la Europa occidental y que, en última instancia, respondería a los intereses y marcos de interpretación propios de una civilización que intentaba replicar sus modos de organización y estructuras a partir de una preparación mediada por la educación, en atención a que los ciudadanos comprendieran sus responsabilidades (Heater, 2004).
La ilusión, tanto del progreso como de la educación para la civilización, encuentra un matrimonio perfecto para perpetuar procesos de colonización en los territorios donde las lógicas de la razón deben implantar las semillas del futuro promisorio de la humanidad. Entonces, a través de la revisión de sus relaciones de interconstitución, rastreamos las inercias conceptuales que perviven en los conceptos y que en tiempos en los que la crisis de representación de los conceptos sociales tiende a evaporarlos entre las nieblas de la postmodernidad y las brumas de la antigüedad, es necesario abordar con intenciones frescas para reinterpretar sus implicaciones en nuestro actual universo de sentido.