https://doi.org/10.22267/rceilat.225051.111

 

DOCUMENTO DE REFLEXIÓN

 

Mundo moral y realidad histórica en las bases de una reorientación de los fines de la educación para la vida en la sociedad del conocimiento: una propuesta global desde la mirada latinoamericana.

 

Moral world and historical reality in the basis of a reorientation of the purposes of education for life in the knowledge society: a global proposal from the Latin American perspective

 

José Antonio Hernanz Moral

Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM),

Especialista universitario en Ciencia, Tecnología y Sociedad por la Universidad Nacional de Educación a Distancia

 (UNED) (1996) y Doctor en Filosofía por la UAM

Investigador “Beatriz Galindo” del Departamento de Educación.

Facultad de Educación. Universidad de Cantabria

Email: joseantonio.hernanz@unican.es

 

Recibido:10/11/2022, Aprobado: 28/11/2022


Resumen

 

En el contexto de los retos de la educación para una ciudadanía global en la sociedad del conocimiento es preciso retomar el de la fundamentación racional de sus supuestos axiológicos y éticos. Este reto nos lleva a la discusión sobre la realidad del mundo moral, tema recurrente en la filosofía moderna, muy especialmente desde Kant; de hecho, la mayor parte de las propuestas sobre esa fundamentación con relevancia para la educación tiene un fuerte peso kantiano. Sin embargo, la crítica al mundo moral kantiano desde la reflexión fenomenológica del mundo de la vida nos lleva a propuestas con mayor potencia teórica que la kantiana; entre ellas se destaca la que propone Zubiri (inteligencia sentiente) y desarrolla con gran eficacia Ellacuría (realidad histórica), que además tiene las virtudes de suponer una reflexión desde la constelación de la filosofía latinoamericana de la liberación y de presentarse como una aportación vigorosa desde la periferia para la revisión global del presente en que vivimos, sus retos y los fundamentos morales de la educación a lo largo de la vida.

 

De este modo, el análisis de la realidad histórica (Ellacuría) proporciona una red conceptual eficaz y con bastante potencial teórico para repensar el mundo moral, analizar nuestro presente y establecer propuestas para transformar la lógica del capitalismo basado en el consumo y la acumulación en una civilización de la pobreza que, a fin de cuentas, es liberadora y emancipadora de las injusticias generadas por la sociedad del conocimiento.

 

Palabras clave: Animal de realidades; civilización de la pobreza; ética de la liberación; realidad histórica

 

Abstract

 

In the context of the challenges of education for global citizenship in the knowledge society, it is necessary to return to the rational foundation of its axiological and ethical assumptions. This challenge leads us to discuss the reality of the moral world, a recurring theme in modern philosophy, especially since Kant; in fact, most of the proposals on this foundation with relevance to education have a strong Kantian foundation. However, the critique of the Kantian moral world from the phenomenological reflection of the world of life leads us to proposals with greater theoretical power than the Kantian one; Among them, the one proposed by Zubiri (sentient intelligence) and developed with great efficiency by Ellacuría (historical reality) stands out, which also has the virtues of assuming a reflection from the constellation of the Latin American philosophy of liberation and of presenting itself as a vigorous contribution from the periphery for a global review of the present in which we live, its challenges and the moral foundations of education throughout life.

 

In this way, the analysis of historical reality (Ellacuría) provides an effective conceptual network with considerable theoretical potential to rethink the moral world, analyze our present and establish proposals to transform the logic of capitalism based on consumption and accumulation into a civilization of poverty that, after all, is liberating and emancipating from the injustices generated by the knowledge society.

 

Keywords: Animal of realities; civilization of poverty; ethics of liberation; historical reality.

 


Uno de los problemas fundamentales con los que nos encontramos en la sociedad contemporánea es el de nada fácil dilucidación de cuáles pueden ser los mejores recursos para alcanzar una sociedad pacífica, justa y radicalmente humana. Por otra parte, el tipo de sociedad del siglo XXI es una sociedad globalizada, pero quizás en el peor de los sentidos, en tanto que está sometida a una homogeneización de pensamiento, de prácticas, de estilos de vida, que difícilmente hacen pensar que la diferencia cultural o la diversidad de cosmovisiones (en definitiva, la pluralidad de racionalidades) sean valores o pautas a seguir en la construcción de sus fines.

 

En paralelo, el capitalismo propio de las revoluciones industriales adopta una nueva versión, sumamente eficaz y malévolamente seductora, la del extractivismo cognitivo (Ortiz et al., 2015). Se trata de una estrategia más sutil y eficaz de explotación que las desarrolladas en los siglos XVIII, XIX y XX, en los cuales hay una relación colonial con personas y territorios (siglos XVIII y XIX) para explotarlos bien en una legitimidad que otorga la ley de la metrópoli o en una postcolonial burdamente travestida de nuevo orden mundial (siglo XX) en que los grandes discursos de libertad política y de mercado son el parapeto en que se sigue expoliando a las periferias (Piketty, 2019) (Santos, 2019). En el siglo XXI, el de las sociedades postindustriales, la emergencia del sector cuaternario de la economía (la gestión del conocimiento, por ende, la centralidad de la innovación en los procesos productivos) se sigue dando un extractivismo desde el centro hacia las periferias, pero es cognitivo: se maximiza la producción de ideas (la materia prima de la fábrica del conocimiento) que se etiquetan, patentan y comercializan desde las nuevas metrópolis, las del conocimiento, mientras que los grupos sociales que a duras penas sobreviven a formas históricas de vulneración experimentan una nueva vuelta de tuerca con la autoexplotación (en vez de agotar los recursos naturales llevamos a la extenuación a la personas, engranajes ya de la fábrica del conocimiento). Es el triunfo de la racionalidad instrumental en la era del conocimiento.

 

A esta situación, un tanto desesperanzadora, se añade la inveterada brecha entre centros y periferias, en las que parece que la ruptura civilizatoria, a pesar de las promesas generadas bajo el concepto sociedad del conocimiento, traerá consigo una creciente distancia entre culturas hegemónicas y aquellas que se encuentran aún tuteladas (Santos, 2019). Desde la perspectiva iberoamericana cobra en este contexto cada vez mayor importancia resaltar el papel y el valor de la educación, tanto para la vida como a lo largo de la vida, para reducir esa brecha y establecer relaciones interculturales justas, orientadas a un legítimo buen vivir y razonablemente sostenibles.

 

Es por ello por lo que en este artículo se propone una reflexión sobre el papel del mundo moral –esto es, el que se construye en la intersubjetividad a través del ejercicio de la libertad– en cualquier propuesta que quiera repensar y reorientar la educación como formación de las personas y de las sociedades en el siglo XXI. Lo que aquí se reivindica es el papel central, el rescate de una racionalidad razonable que nos permita reubicar la inteligencia como elemento central de la educación de la sociedad contemporánea y apuntar a propuestas generadas desde nuestra cosmovisión, que bien pueden aportar una perspectiva crítica sobre el rescate de la racionalidad dialógica en la búsqueda de un futuro compartible y compatible con la diversidad para la humanidad.

 

En este proceso, que mira al futuro, de manera que pudiera parecer paradójica, el elemento clave para transformar el enfoque de nuestra formación en valores, nuestro mundo moral, se encuentra en la historia. De este modo, el hilo conductor que atraviesa nuestra pesquisa es el siguiente:

 

(a)   En nuestro presente, el de la sociedad del conocimiento, se constata que hay una profunda desorientación sobre cómo replantear, desde una racionalidad dialógica, el sentido de la vida humana y los fundamentos de una sociedad más justa y que, en consecuencia, apunte a la realizabilidad de una convivencia que suponga un buen vivir.

 

(b)   La vía óptima para lograrlo es a través de una educación crítica centrada en pensar y dimensionar sus fines en el horizonte del desarrollo del mundo moral. De este modo la educación reivindica su papel de formadora de una ciudadanía crítica.

 

(c)   Se puede/debe reivindicar una propuesta desde la periferia, en este caso desde la periferia de los oprimidos, de modo que el horizonte de la liberación y de la justicia no sea una ensoñación sino un marco razonable desde el que pensar y reivindicar un mundo más humano.

 

(d)   No se trata de establecer una teorización que transcurra en paralelo a la realidad, sino de hacer una propuesta que atienda a la realidad humana desde la propia realidad. En este sentido, y compartiendo una idea que ya Ortega acuña para el pensamiento en lengua española: el hombre no tiene naturaleza, solo tiene historia (Ortega, 2001), la realidad histórica (Carrera, 2022) es la manifestación más plena de la realidad, constituyendo el objeto y punto de partida de la filosofía de la liberación de Ellacuría (Samour, 2022: 95).

 

(e)   Desde las propuestas de inteligencia sentiente y de animal de realidades (Zubiri) puede trazarse un realismo radical en el que la realidad humana, que es realidad histórica, es el fundamento de una reflexión transformadora sobre la condición humana y sobre cómo reorientar los fines de la educación para que forme una ciudadanía crítica para la vida y a lo largo de la vida.

 

Para ello, parece sumamente valioso vincular estas preocupaciones con la mirada puesta en el horizonte de una racionalidad sapiencial tal como aparece descrita y desarrollada por diferentes autores de la filosofía de la liberación (Dussel, 2017), que suponen una alternativa real al pensamiento central desde la realidad de las periferias, en este caso desde la periferia de las Américas. Para ello se considera de manera central las ideas que sobre la liberación, la dignidad humana, y muy especialmente la historia tiene Ignacio Ellacuría. Esta elección no es casual, se trata de uno de los pensadores más prolíficos, radicales e intensos de nuestra cultura, que supo transterrar el pensamiento europeo, específicamente el horizonte fenomenológico, a la realidad social e histórica de El Salvador, en un proceso que lleva a la máxima expresión de su potencia teórica la propuesta de su maestro, Xavier Zubiri. La filosofía de Ellacuría surge de una experiencia radical de negatividad histórica a través de la cual le queda claro que

 

la principal tarea de la reflexión filosófica es hacerse cargo, cargar con y encargarse de la realidad desde una clara opción preferencial por los pobres. Para hacerle frente a esta misión, la filosofía de Zubiri fue un valioso fundamento desde el que erigió su propia idea de filosofía y su objeto específico: la realidad histórica. (Brito, 2022: 139)

 

De este modo, nos encontramos con una propuesta sumamente vigorosa y consistente con los problemas propios de la sociedad postmoderna que intenta sobre el papel construir relaciones justas y ciudadanos críticos, pero que no puede llegar a hacerlo porque las condiciones materiales, antropológicas y políticas no parecen permitirlo, ya que el mundo de la sociedad postindustrial sigue apuntalando prácticas de injusticia, sometimiento y explotación que no tienen que envidiar nada a los momentos más típicos del capitalismo colonial del siglo XIX (Ortiz et al., 2015). Sí, es deseable que vivamos todos en paz y en un sistema democrático en el que la mayoría de las personas disfruta de los beneficios del desarrollo económico, político y cultural sin trabas ni ataduras, pero la democracia global del siglo XXI parece quedarse en una mera afirmación ideal de derechos civiles y políticos, mientras que el reto al que debería enfrentar es el del compromiso con la creación de condiciones materiales en las que

 

todos, y no sólo las élites ricas y privilegiadas, puedan ejercer real y plenamente la libertad y sus derechos, sin exclusiones de ningún tipo, y se le posibilite así participar como ciudadanos en los procesos democráticos y en la discusión de los asuntos públicos. (Samour, 2022: 90)

 

Democracia, sí, pero una democracia efectiva y real; eso es lo que apuntaría una educación moral basada en las mejoras de las condiciones materiales en las que se desenvuelven las sociedades contemporáneas de modo que la injusticia pudiera, aunque no erradicarse, sí al menos quedar mitigada desde una racionalidad dialógica y amplia que amplificará la voluntad de una ciudadanía crítica. Uno de los elementos centrales de la democracia es el ejercicio de la libertad, lo que no necesariamente se ejerce en el marco del liberalismo, al que Ellacuría critica con bastante precisión y desde una posición muy cercana a la que sustenta Nancy Fraser (2008), tal como apunta Samour:

 

el primer nivel de la justicia es el de la redistribución de la riqueza; el segundo es el del reconocimiento de los derechos; y el tercero es el de la participación democrática en los asuntos públicos y la cuestión de la representación política. Pero estos últimos niveles no son reales, si no se cumple el primero. (Samour, 2022: 90)

 

Educarse para la ciudadanía en el contexto de las sociedades democráticas del siglo XXI supone, en buena medida, hacerlo para construir un orden justo. Esa idea acompaña a Ellacuría a lo largo de toda su trayectoria filosófica en coherencia con su biografía: los ciudadanos deben definir y realizar el orden justo; cierto es que lo que podamos denominar orden justo no es algo que se determine a priori, y para no caer en el fantasma de una mera abstracción debe tenerse en cuenta la realidad, que en este caso es el proceso histórico en el que se desenvuelve la sociedad. Nuestra tarea como ciudadanos es

 

construir un orden menos injusto, al ir poniendo las condiciones reales que lo hacen posible. Es más fácil determinar lo que es injusto y opresivo en un momento determinado, de modo que se puede ir avanzando mediante sucesivas negaciones de injusticias evidentes. Hay necesidades objetivas, que dificultan la vida humana y que pueden determinarse con objetividad, in-dependientemente de lo que se estime [que sea] un orden justo ideal. La negación de lo injusto presupone un cierto conocimiento de lo justo y abre además posibilidades reales de condiciones más justas. (Ellacuría, 2012a: 60)

 

Tomando como punto de arranque esta idea de Ellacuría, debemos dejar claro que su posición no es la de un activista que busca un cambio súbito de la realidad social (realidad histórica) (Carrera, 2022), sino la de un filósofo que asume que pensar es actuar, pero afirma que sin pensar con objetividad, con racionalidad crítica, no es factible una praxis transformadora. En ese sentido, a pesar del carácter innovador del esquema de Ellacuría, éste es fruto del desarrollo de la filosofía occidental moderna. Si buscamos un referente de contraste tanto para él como para Zubiri (de cuyas fuentes bebe) lo encontramos en la propuesta moral kantiana, que desde una concepción ilustrada del cosmopolitismo (Kant, 1997) (y que, por lo tanto, tiene un claro sesgo eurocéntrico) ofrece un esquema conceptual arquetípicamente moderno (Hernanz, 2004), ya que

 

el viraje kantiano hacia la subjetividad no es, por tanto, un viraje radical, puesto que, si bien condiciona la validez de conocimiento a las formas “a priori” del sujeto, éstas, no obstante, mantienen su servidumbre al objetivismo en las funciones epistemológicas que desempeñan. (Gómez, 1989: 193).

 

A Kant le parece claro que el ser humano, a pesar de su carácter eminentemente subjetivo, posee por su naturaleza algunas verdades que son necesarias y universales, de modo que son verdades válidas para toda clase de objetos y para toda clase de posibles circunstancias (Zubiri, 1989:196). La actitud kantiana, empero, no resulta novedosa ni en el contexto de la modernidad ni en el de la filosofía occidental en su conjunto, que desde sus orígenes ha intentado la actitud práctico-universal (ligada al ejercicio de la experiencia cotidiana y del buen sentido) y ha encontrado en la actividad teórica de la razón un fundamento de toda afirmación sobre la práctica (Hernanz, 2004) que pretende encontrar verdades universales a partir de la renuncia a toda praxis natural, de suerte que

 

con ella se apodera del hombre la pasión por un conocimiento del mundo que se aparta de todos los intereses prácticos y que, en la esfera cerrada de sus actividades cognoscitivas y de las horas a ellas consagradas, no desarrolla ni aspira sino a la theoría pura. (Díaz, 2003: 205)

 

Kant, desde el optimismo ilustrado, desarrollará una respuesta positiva a este problema, desde el concepto de subjetividad, pero intentando superar el subjetivismo naturalista (Kant, 1997). De este modo, y utilizando el subjetivismo trascendental como sustrato, Kant revisará los límites de la razón en sus tres críticas y propondrá una base racional para el ámbito de la acción, siguiendo con la tradición occidental, a la que

 

le es inherente una teoría ético-política que configura una “praxis nueva”. El terreno ético-político no escapa, así, al anhelo filosófico de someter la “empiria” a normas ideales generadas por la verdad incondicional y, con ello, desligar a la praxis de los lazos de la tradición para poder construir un orden vital conforme a ideas de razón infinitas. (Díaz, 2003: 308)

 

Es cierto que actualmente, en el contexto de un pensamiento postmoderno, resulta difícil sostener sin más la propuesta kantiana, precisamente por el fracaso de la pretensión de que haya una racionalidad que sustente a la par la capacidad de adentrarse en la estructura de la realidad y de apelar a la universalidad de la filosofía práctica (Hernanz, 2004). Tal como advierte Apel

 

casi sin excepción, consisten en una tendencia fundamental hacia el relativismo histórico, si bien ésta se disimula con una estrategia –inspirada en Wittgenstein o el pragmatismo consistente en hacer aparecer el problema de las normas universalmente válidas y de las ideas universalmente válidas y de las ideas regulativas en la filosofía teórica y práctica como un problema aparente, obsoleto e injustamente dramatizado, herencia de la metafísica tradicional. En todo caso, se da por descontado que algo así como normas universalmente válidas o ideas regulativas sólo pueden deberse a una posición metafísico fundamentalista. (Apel, 2002: 158)

 

Resulta interesante comprobar cómo desde un horizonte fenomenológico heterodoxo, como es el que propone Zubiri y desarrolla Ellacuría, podemos encontrar una alternativa a esta aparente vía muerta de la filosofía occidental (Ellacuría, 1991); se trata de una propuesta vigorosa, reivindicativa de la racionalidad para conocer el mundo y para orientarlo en su esfera moral y que muestra una distancia razonable de los límites marcados por el ordenamiento kantiano, en el que la articulación entre lo deseable y la razón se da a través de los imperativos, esto es, leyes prácticas (y por lo tanto objetivas del ejercicio de la libertad) que apuntan a lo que ha de ocurrir independientemente de que se den. Recordemos que para Kant hay un mundo moral (y por lo tanto conforme a leyes éticas) que “es concebido como un mundo meramente inteligible, ya que se prescinde de todas las condiciones (fines) e incluso de todos los obstáculos que en él encuentra la moralidad (debilidad o corrupción de la naturaleza humana)” (Kant, 1985: 632) (Hernanz, 2004). Como apunta Arpini (2018), la Ilustración se rinde incondicionalmente a la razón que ha mostrado “una capacidad asombrosa para escudriñar la razón teórica y establecer propuestas universales en la razón práctica, que lleva a asumir que tiene sentido pensar la humanidad como fin, tanto de la ética como de la política y la historia (Kant), incluso fue posible pensar la realización de la libertad en la historia universal (Hegel)” (Arpini, 2018: 96).

 

De este modo, y a pesar de lo promisorio del esquema conceptual ilustrado, las sociedades modernas, y muy especialmente las de las periferias, constataron que sus propuestas llevan a una ensoñación de la razón que produce monstruos, caracterizados por lo que muy gráficamente exhiben Adorno y Horkheimer como racionalidad instrumental (2007), pero que queda claramente expuesto en la reflexión fenomenológica. Husserl, seguramente el gran renovador del pensamiento occidental, abre el horizonte de una nueva filosofía que permite superar inveteradas dicotomías como subjetividad/objetividad o razón pura/práctica con una potencia teórica que, como se mostrará a continuación, alienta la propuesta de Zubiri y, desde su fe-nomenología heterodoxa, a Ellacuría. Entre los diversos elementos desde los que la fenomenología abre el camino a un pensar plural, desde una racionalidad dialógica y abierta, desde una reflexión, en definitiva, sin centros ni periferias, destaca la centralidad del mundo de la vida (Lebenswelt).

 

En efecto, Husserl se plantea, como lo hacemos nosotros ahora desde el abismo de una sociedad postindustrial que padece la post-verdad y el posthumanismo, por qué el conocimiento generado en el mundo moderno nos lleva culturalmente a la desazón (esta reflexión surge entre la I y la II Guerras Mundiales, en los años 30 del siglo XX); su respuesta, en La crisis de las ciencias europeas (1991): la razón no es otra que el olvido del mundo de la vida, razón que tanto Zubiri como -muy especialmenteEllacuría recogen al vuelo (Ellacuría, 1991). La convergencia de la razón pura y la razón práctica no sería posible sin el reconocimiento de la persona moral (Heidegger, 2000); esta observación no es baladí, ya que nos permite afirmar la preeminencia de la acción a la hora de constituir el ámbito de la racionalidad humana. Esto es algo de lo que se dio cuenta Husserl, especialmente en la última etapa de su vida, cuando a través de la Crisis de las ciencias europeas intenta replantear la vía de fundamentación de todo nuestro conocimiento, abandonando la ruta cartesiana que lo guió durante la mayor parte de su itinerario filosófico, y decidiendo proseguir su reflexión a partir del modelo de filosofía trascendental kantiana (Gómez-Heras, 1989), con la intención de desbrozar una nueva vía de acercamiento a los problemas de la filosofía a partir del concepto de mundo de la vida (Lebenswelt) (Hernanz, 2004). Tanto es así que

 

la fenomenología, en fin, comparte con Kant una aspiración profunda: construir una crítica de la razón, capaz de servir de sustento al resto de los saberes. Pero Kant satisface tal aspiración desde un supuesto no reconocido con él: el mundo de la vida. Este supuesto sirve de marco a las formas como se plantean y solucionan los problemas de la razón. Kant, no obstante, no tuvo conciencia de que construyó su filosofía sobre presupuestos no cuestionados y, por ello, no logra una fundamentación inmediata, a partir de los estratos más originarios de la actividad científica. La Lebenswelt, marco donde encaja nuestro existir cotidiano y sobre el que se construye también la reflexión, es ese supuesto dado por Kant y, sin embargo, ignorado y no tematizado. (Gómez-Heras, 1989: 197-8)

 

Es muy interesante constatar que la resolución de la incorporación de la Lebenswelt a un pensar comprometido con nuestro presente se da a través de la historia: es la historicidad del ser humano lo que nos permite entendernos, mirar al pasado y al mismo tiempo construir un futuro; resulta necesario enfatizar esta idea porque puede ayudarnos a reformular la pretensión formadora y transformadora del mundo a través de la educación. No se trata de enseúar más historia, sino de aprender a pensar y transformar críticamente la realidad histórica; el mundo no es pura naturaleza, sino que para nosotros es un todo cultural en un proceso dinámico (Díaz, 2003). Como afirma Gómez-Heras:

 

el camino a recorrer en la Krisis es novedoso. El regreso a la subjetividad se lleva a cabo de la mano de la Lebenswelt. La realización del sujeto trascendental en la historia, en cuanto modalidad de cumplimiento de la razón, queda vinculada al mundo de la vida, como ámbito de experiencias y evidencias originarias. (1989: 208)

 

En este orden de ideas, Zubiri simplifica –sin devaluarlo– el reto de hacer converger lo físico y lo moral en nuestro mundo, a través de la propuesta de acercarnos a lo moral desde su carácter físico, en consistencia con su concepción del ser humano con inteligencia sentiente (Zubiri, 1973). El ser humano cuenta entre sus notas las que adquiere por apropiación, a lo que denomina apropiación de posibilidades, fundamento del carácter moral del hombre:

 

el momento subjetual de la realidad humana cobra un carácter singular. Por un lado esa realidad es, como cualquier sustancia, sujeto de las propiedades que posee por razón de las sustancias que la componen. Pero por otro, no está “por-bajo-de” sus propiedades, sino justamente al revés, está “por-encima-de” ellas, puesto que se las apropia por aceptación. En su virtud, yo diría que en este aspecto no es hýpo-keímenon, sino más bien hýper-keímenon, algo no sólo sub-stante, sino también supra-stante. (Zubiri, 1986: 343)

 

De este modo, para Zubiri la realidad sustantiva que tiene como carácter físico la apropiación de propiedades es una realidad moral (Zubiri, 1986: 345). Esta caracterización supone una gran sutileza para establecer un punto de ruptura con la propuesta kantiana (propia de una inteligencia concipiente, diría Zubiri) (Hernanz, 2004) que resulta sustituida por otra en la que el hombre pasa a ser concebido como animal de realidades (consistente con la zubiriana inteligencia sentiente), en la que la acción humana cuenta con una direccionalidad allende sus tendencias y deseos: al ser humano no le queda de otra que realizarse, atender a la realidad como problema, y esto supone que el hombre se autoposee. Esta posesión es un bien, de modo que

 

El carácter de bien está fundado en el carácter de la moral, y el carácter de moral pende, primaria y constitutivamente, de que el hombre esté proyectado ante sí mismo en forma de felicidad. Felicidad no es meramente sentirse bien, sino sentirse ‘realmente’ bien. (…) De ahí que la felicidad, precisamente porque es la fuente de todo bien, es constitutivamente problemática. (Zubiri, 1986: 391)

 

El potencial teórico de esta red conceptual (inteligencia sentiente – apropiación de posibilidades– carácter físico de la realidad moral-felicidad) resulta prometedora para repensar la educación como formación moral, desde una perspectiva dialógica y abierta, y es el núcleo conceptual desde el que Ellacuría nutre su propuesta, especialmente a partir de otra idea clave en su maestro: aunque el ser humano es una estructura abierta, y que como tal en una realidad moral, sólo podemos hablar del hombre en la medida en que ésta se inscribe en la concreción que le imponen su variedad social y su variedad histórica (Ellacuría, 1991: 168)), desde la que el ser humano recibe del todo social e histórico un sistema de deberes que se le imponen desde los demás (Zubiri, 1986: 426) (Zubiri, 1973). El hombre se encuentra vertido a los demás (lo que es sumamente físico), no sólo en tanto que comparte con ellos una mentalidad, sino también en tanto que se encuentra con un haber en forma de tradición, que no es otra cosa que la dimensión social del ser humano. Ellacuría lo retoma insistiendo en que la vida, para el ser humano, no es pura vivencia, sino que es estrictamente una con-vivencia; el hombre, como animal de realidades, se halla “constitutivamente vertido a los demás por su propia estructura específica. […] Su vida es así estricta convivencia” (Ellacuría, 1991: 175). En cualquier caso, lo prioritario es siempre la realidad, de modo que

 

por muy difícil que sea esta vuelta a la realidad empírica, a la realidad tal como se actualiza en la aprehensión sentiente, es un esfuerzo insoslayable que debe utilizarse como criterio y como crítica permanente de nuestras ideas y teorías como posibles reflejos de la realidad mistificada históricamente. (González, 2009: 259-260)

 

De este modo se entiende mejor que el mundo de la vida tiene su expresión en la historicidad, el mundo de la vida tiene un carácter eminentemente histórico; el problema de la dimensión personal y comunitaria del ser humano es el de su trascendencia histórica (Samour, 2022: 89). La historia es entrega de realidad, esto es, consiste en una entrega de formas de estar en la realidad, sin perder nunca de vista que “el hombre socialmente considerado y haciendo historia es el lugar de la manifestación de la realidad” (Ellacuría, 1991: 123) (Arpini, 2008: 101). A la historia le es esencial siempre el momento de realidad, de tal manera que se debe afirmar rotundamente que tan sólo en cuanto que aquello que se transmite es un modo de vida “real”, y sólo entonces, podemos hablar de historia, porque sólo en ese caso tenemos historia. Eso nos deja patente que el hombre intrínsecamente, por ser animal de realidades, no sólo tiene los caracteres de individual y de social, sino también el de histórico. Es, por tanto, la unidad de la vida “real”, según tradición, la esencia de la historia como momento de mi forma de realidad (Zubiri, 1986).

 

Puesto que la realidad histórica es realidad al fin y al cabo, la vida humana comienza sustentada en un cierto modo de estar en la realidad que le ha sido entregado (por eso la realidad histórica es tradición, realidad que se trae y de la que me apropio) (Arpini, 2008: 106) (Dussel, 2007). De este modo, una preocupación nodal para Ellacuría es sistematizar la antropología del animal de realidades en una reflexión de la historia que

 

por su mismo carácter englobante y totalizador, se irá concretando como una filosofía de la realidad histórica; esto es, en un análisis de las distintas estructuras y los dinamismos que componen la realidad histórica, considerada en su totalidad y en su plena concreción, con el objetivo principal de iluminar los supuestos requeridos para que se pueda dar, real y plenamente, una praxis histórica de liberación. (Ellacuría, 1991: 596)

 

Es sin duda este objetivo final el que hace tan interesante la propuesta de Ellacuría: la articulación de una praxis histórica de liberación. Una ética, una política de la liberación, no son ensoñaciones (como sí lo son los sueños de la razón instrumental desgajada de la Ilustración), sino que son horizontes de factibilidad real precisamente porque se fundan en el carácter real de la naturaleza humana, que es su historicidad (Dussel, 2007). En buena medida puede afirmarse que Ellacuría reactualiza, para nuestro siglo, la orientación práctica de la filosofía en sus orígenes, esto es, no quedarse en una reflexión sobre la factibilidad del conocimiento y de su alcance para dar cuenta de la realidad, sino hacer de ella una orientación en nuestro presente para una vida que valga la pena ser vivida. Aunque es claro un aire de familia con la inquietud (que no con el esquema teórico) de Platón –construir una polis justa– es mucho más robusta su conexión con la actitud socrática de querer saber, pero de un saber que se hace a sí y sirve para fundar la polis, de modo que el saber es siempre humano y político (Arpini, 2008: 101).

 

Así, Ellacuría apunta a que una de las principales virtudes de un pensar en clave de la realidad histórica es desenmascarar la ideologización de los procesos sociales e históricos: “desde el punto de vista de las realidades ideológicas, la historización es un método adecuado de desideologización”, afirma Ellacuría (2012b: 125), y a partir de esa convicción se adentra en el laberinto de la ideología, lo que hace de él un interlocutor necesario de nuestro presente, con aportaciones tan valiosas para reincorporar la crítica a la ideología en nuestro análisis del presente, tan necesaria como nos recuerda Piketty (2019); de este modo, insiste en que el fenómeno ideológico cuenta con relevancia en todos los momentos históricos, por lo que el nuestro no se libra de ello, a pesar de que se pregona que la ciencia ha disipado las nieblas ideológicas. La ideología es siempre una instancia social que debemos atender, y que cuenta al menos con las siguientes características:

 

(a)      es un elemento integrante de la estructura social o, más exactamente, un subsistema del sistema social; (b) es un subsistema que, precisamente por serlo, obedece a la unidad coherencial primaria del sistema, pues de lo contrario quedaría expelido del sistema total único; (c) es un sistema que, en consecuencia, refleja lo que es la sociedad como un todo, a la vez que determina lo que es esa sociedad como un todo; (d) puede o no constituir el núcleo constitutivo del sistema social, lo cual no puede definirse a priori de una vez por todas, sino que tendrá que verificarse en cada coyuntura histórica y en períodos históricos más largos. (Ellacuría, 2012b: 120)

 

A partir de esa reflexión podemos sostener que hay una vía de salida de la ideología como falta conciencia, que consiste en que la estructura social sea justa. De este modo, la conexión realidad histórica – ideología justicia se presenta como uno de los principales ejes en los que deberíamos definir los fundamentos de la educación para vivir, para convivir, para construir el mundo, en la sociedad del conocimiento (Carrera, 2022): solo planteando la educación a lo largo de la vida como una formación para entender el mundo, los elementos ideológicos que sustentan las estructuras de injusticia y asumir su carácter real (realidad histórica) puede concebirse como formación integral para la vida.

 

De manera global, desafortunadamente, ocurre lo contrario: la sociedad injusta en que vivimos hoy en día se sustenta en una ideología consistente con la estructura real imperante. Actualmente el mantenimiento de un orden injusto pasa por un proceso de naturalización de los procesos ideológicos que lo sustentan, que en general apuntan a un orden neoliberal en el que se predica la centralidad de la libertad en la construcción del mundo, pero en el que se actúa para cercenar las prácticas liberadoras, que, en última instancia, son las que vuelven justa a la sociedad (Iranzo, 2015). No es extraño, en este orden de cosas, que la educación actual está logrando un desarraigo de nuestra dimensión histórica (ese es el orto del triunfo de la postverdad como narrativa del presente), ocultando con indisimulada eficacia la triunfante ideologización de las estructuras sociales; frente a ello, como reivindica Ellacuría, la historización es un antídoto de los desvíos de la ideologización, en tanto que como método permite seguir estos pasos:

 

(a) su principio fundamental es que la verificación histórica muestra si es verdad y en qué sentido lo es cualquier formulación abstracta (por ejemplo, si se dice que la propiedad privada de los medios de producción es principio necesario para la libertad o para la justicia y se verifica históricamente que lo que produce de hecho esa propiedad privada es lo contrario, concluimos que ese principio carece de verdad realmente histórica y que es un subterfugio ideológico para hacer como justa una realidad injusta; si, al contrario, se verifica que produce lo que afirma, queda demostrado por la historización que en determinadas circunstancias ese principio no es ideológico); (b) en general, la puesta en praxis histórica de un principio muestra lo que esconde o descubre ese principio; (c) no se admite la escapatoria que la invalidación es solo “de hecho” cuando lo comprobado tiene dimensiones suficientes dentro de una sociedad determinada y en un período de tiempo suficiente; (d) la historización implica también sobrepasar el nivel tanto de la intencionalidad, como del fenómeno y el de la pseudo-concreción (el nivel de la intencionalidad, porque los principios ideológicos rigen comportamientos reales y tienen efectos reales; el nivel del fenómeno, porque la realidad de lo que ocurre se manifiesta parcialmente en los fenómenos, pero nunca totalmente sin un esfuerzo que vaya más allá de las apariencias; el nivel de la pseudo-concreción que desconoce el hecho de que todas las realidades están conectadas formando una unidad y que solo en esa unidad dinámica considerada aparece la verdadera realidad de lo que en la pseudo-concreción se presenta como separado y quieto); (e) la historización implica que las formulaciones abstractas propuestas como rectoras de la praxis tienen dos estratos: uno de propulsión de unos intereses reales que se quiere triunfen y otro de enmascaramiento de ese interés real; da, por consiguiente, primacía a la realización, que es el elemento descubridor, sobre el de la racionalización, que es el elemento encubridor; (f) la historización no rechaza por completo la totalidad del mensaje ideologizado, porque caería en la trampa de rechazar el aspecto de verdad, de valor y de justicia, que necesariamente lleva consigo toda ideologización; lo que hace es separar y mostrar en la praxis histórica cual es el modo real de convertir en realidad lo que se queda como ideal y de impedir que lo que se pretende llevar a la realidad cobre de hecho realidad”. (Ellacuría, 2012b: 125)

 

A pesar de que se trata de un pasaje un tanto extenso, considero de gran importancia reproducirlo aquí porque supone una base desde la que replantear el sentido formativo de una educación desde la comprensión de la realidad histórica (= animal de realidades = mundo); una de las ideas fundamentales de este artículo es que a partir de la propuesta metodológica de historización como desideologización podemos construir un marco de referencia para repensar la educación como formadora para una sociedad más justa, de manera consistente con una ética de la liberación.

 

Esta orientación de nuestro modelo de compresión del mundo y de la praxis que de manera consecuente se puede asumir desde un horizonte de ciudadanía crítica muestra su potencial teórico educativo para reconsiderar nuestros retos civilizatorios en la sociedad del conocimiento a partir de la historización como antídoto frente a la ideologización. Nos encontramos en un momento histórico en el que, por una parte, el desarrollo de la humanidad nos permite afrontar por primera vez en la historia los grandes retos globales de carácter moral, que en última instancia apuntan al reto de construir un orden social justo y efectivamente democrático, pero en el que, por otra, las brechas entre centros y periferias del poder político, social y económico son crecientes y difícilmente corregibles (Santos, 2019) (Dussel, 2017) (Ortiz et al., 2015). Esta polaridad se debe en buena medida al desarraigo de la comprensión de la naturaleza humana como realidad histórica –consistente con el triunfo de una racionalidad instrumental– y de la consolidación de las ideologías de autoexplotación y mejora humana como crecimiento económico propias del orden neoliberal de nuestro presente (Piketty, 2019) (Iranzo, 2015): esta consolidación minimiza el carácter real de la injusticia y del mal (Alisa et al., 2015). Sin embargo, ambos son realidades históricas, y de ellas la injusticia es una derivación del mal, que “es una realidad histórica, lo cual implica que es un poder configurador de la vida, lo social, lo político, etc.; pero lo es porque es una posibilidad para la vida humana y este carácter posibilitante radica en la condición que tienen ciertas realidades para constituirse en cosas-sentido y posibilidades para la vida humana” (Brito, 2022: 141).

 

En este contexto, una educación integral que nos forma como ciudadanos crítica y para la vida puede ser fundamentada de manera robusta en la red teórica ellacuriana, de modo que podamos anclar racionalmente (y desde una racionalidad dialógica) un cambio de paradigma civilizatorio que nos permita educarnos para la superación de la ideología del crecimiento acrítico, caracterizada por una civilización de la riqueza, para pensarnos más bien desde el horizonte de la civilización de la pobreza, mucho más prometedora–aunque no incompatible con ella– de una propuesta de decrecimiento (Iranzo, 2015) (Alisa et al., 2015).

 

Así, frente a la civilización de la riqueza, que se articula en torno a las necesidades y las demandas del capital y su consecuente acumulación, lo que hace de ellas el motor de la historia, una civilización de la pobreza se entiende como “condición básica la satisfacción segura y permanente de las necesidades básicas de todos los hombres, pero, logrado esto, hace del desarrollo libre de la persona y de los pueblos la fuerza motriz principal y la utopía orientadora del presente” (Ellacuría 2012c: 393). El impacto cultural de esta propuesta es relevante y oportuno para nuestro tiempo, toda vez que supone la superación de cualquier división por regiones o bloques (una nueva mirada a un mundo globalizado) y los elementos nodales de ellas: la necesidad de la acumulación y el buen vivir basado en el consumo, y cuyo puesto quedaría ocupado por una convicción de la unidad real de la humanidad desde la diversidad de los pueblos y sus riquezas culturales (aspectos negados o minimizados por la lógica del capital que exige uniformidad de mercados y procesos de producción). El resultado, en términos educativos, es de un enorme potencial teórico y de aplicación a los fines de una educación para la sociedad del conocimiento:

 

La civilización de la pobreza intenta liberarse de la presión inmisericorde del tener más, y del tener que competir para llegar a la libertad de ser más, para planificarse desde dentro como hombre en comunión con todos los demás en la línea de que es más feliz quien da que quien recibe. La civilización de la pobreza trata de liberarse de la presión del consumismo, de la distinción que viene del lujo adquirible por la riqueza para recuperar la gratuidad de la naturaleza, que se ofrece por igual a todos y que todos pueden disfrutar. La civilización de la pobreza trata de fomentar la creatividad libre de todos los hombres, pero no al servicio de un armamentismo, cada vez más sofisticado o de un cientificismo al servicio de las tecnologías orientadas principalmente a la conquista de nuevos mercados, sino al servicio, primero, de la liberación de las opresiones y, después, al disfrute de la libertad ofrecida por la creación artística y, más ampliamente, por la creación intelectual en todos sus cam-pos y por toda clase de sujetos sociales e individuales. (Ellacuría, 2012c: 396)

 

En definitiva, la potencia teórica que surge del análisis de nuestro presente desde una mirada periférica, en este caso latinoamericana, desde una ética de la liberación que reivindica el carácter real de la dimensión histórica del ser humano no es nada desdeñable (Dussel, 2017) (Santos, 2019) (Ellacuría, 1991). El punto de convergencia de esos elementos, que permiten reflexionar de otro modo sobre el tipo de futuro que podemos construir es la transformación de la educación como espacio de perfeccionamiento del animal de realidades y en concreto de una educación que efectivamente sea para la vida y a lo largo de la vida asumiendo un vivir bien para toda la humanidad que sea consistente con la eliminación del velo ideológico que sustenta la injusticia en la sociedad del conocimiento (Alisa et al., 2015), fundada en un capitalismo basado en el consumo, acrítico y que naturaliza el sistema de explotación en que estamos inmersos y que lo cambie por un horizonte orientado al buen vivir como emancipación y liberación desde una lógica de la civilización de la pobreza.

 

Resulta esperanzador, al tiempo que parece generar un compromiso de nuevos formatos de contrato social para abatir la injusticia estructural, que uno de los objetivos de desarrollo sostenible (ODS) de la ONU sea una educación de calidad (Unesco, s.f.). Es indudable que hay vulnerabilidades inveteradas que persisten, incluso que desafortunadamente se intensifican, como es el caso de las ambientales (acuciadas por el cambio climático), las provocadas por los flujos migrato-rios motivados por hambrunas, u otras formas de violencia, o las derivadas de políticas injustas o corruptas. Sin embargo, la preponderancia creciente de la injusticia generada por la brecha en la apropiación social y crítica del conocimiento nos obliga a replantear los fines globales de la educación y a proponer las vías para que sean comprensibles y apropiables por la ciudadanía.

 

Una educación genuinamente de calidad es una educación no solo universal y estandarizable (alcanzar esto ya sería un gran logro) sino también una educación que forme moralmente para renovar el mundo humano en esta sociedad del conocimiento, de modo que pasemos, como conjunto de civilizaciones que se entretejen en el siglo XXI de un extractivismo cognitivo a un diálogo de saberes que configuren una Bildung glocal para nuestro presente. Estoy convencido de que el cuarto de los ODS, educación de calidad, responderá de manera eficaz y abierta a toda su descripción, “garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos” si se orienta de esta manera. Una propuesta desde la periferia de inspiración ellacuriana se hace, para ello, necesaria.


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