https://doi.org/10.22267/rceilat.225051.112
DOCUMENTO
DE REFLEXIÓN
Comprender la violencia para detener la
violencia. Demandas sociales frente al reto de la paz total
Understanding violence
to stop violence. Social demands facing the challenge of total peace
Vicente
Fernando Salas Salazar
Sociólogo, Universidad
de Nariño.
Magíster Sociología,
Universidad Nacional de Colombia Sede Bogotá.
Master universitario
en Antropología Filosófica
Doctorando en Estudios
Territoriales, Universidad Autónoma de Tlaxcala México D.F. Email: vsalas_salazar@hotmail.com
Pedro
Pablo Rivas Osorio
Doctor en Filosofía
de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Docente tiempo completo
Universidad de Nariño.
Director del grupo
de Investigación Ágora Latinoamericana CEILAT Universidad de Nariño. Director Centro
de Estudios e Investigaciones Latinoamericanas CEILAT Universidad de Nariño.
Email: pasto2314@gmail.com
Recibido:
1/11/2022, Aprobado: 21/11/2022
Resumen
Se presenta a continuación una
reflexión teórica y metodológica que conduce a pensar la violencia desde diferentes
perspectivas. Es decir, se avanza hacia la consideración de elementos que van desde
la agresión directa, que tipifica un comportamiento violento, hasta considerar las
causas estructurales que lo desencadenan, necesidades básicas insatisfechas,
desigualdad social, escasas oportunidades de ascenso y movilidad social y reproducción
de formas de ser, actuar y sentir que se internalizan como pautas culturales y se
normalizan en los contextos donde hacen carrera las demandas estructurales.
El encuadre analítico se soporta en
las investigaciones de Johan Galtung, para reconocer
las tres dimensiones de la violencia (física, estructural y cultural) nos detenemos
en el caso colombiano, e incorporamos los serios aportes de Norbert
Elías respecto de la relación individuo y sociedad como acontecimientos que se interrelacionan
y se determinan mutuamente. Llevamos la idea de condición civilizatoria de
Elías y la acoplamos con el concepto de socialidad en
Maffesoli para llegar al potente concepto de habitus en Bourdieu. Este encuadre analítico nos va a permitir
comprender el fenómeno de la violencia en sus tres dimensiones y que, acompañado
de algunas sendas investigaciones en el contexto nacional y latinoamericano, nos
permite inferir los retos y desafíos para una idea de paz total desde el escenario
de la dimensión cultural de la violencia.
Palabras
claves:
violencia, cultura, conflicto, habitus, sociedad.
Abstract
A theoretical and methodological reflection is presented
below that leads to thinking about violence from different perspectives. In other words, progress is being made towards considering elements
ranging from direct aggression, which typifies violent behaviour,
to considering the structural causes that trigger it, unsatisfied basic needs,
social inequality, few opportunities for promotion and social mobility and reproduction
of forms of being, acting and feeling that are internalized as cultural
guidelines and are normalized in the contexts where structural demands make their
way.
The analytical framework is supported by the investigations of Johan Galtung, to recognize the three dimensions of violence
(physical, structural and cultural) we stop at the Colombian case, and
incorporate the serious contributions of Norbert Elías
regarding the individual and society relationship as a
events that are interrelated and mutually determined. We take Elias’s idea of civilizing condition and couple it with
the concept of sociality in
Maffesoli to arrive at the powerful concept of habitus in Bourdieu. This analytical framework will allow us
to understand the phenomenon of violence in its three dimensions
and that, accompanied by some investigations
in the national and Latin American context, allows us to infer
the challenges for an idea of total peace from the
scenario of the cultural dimension of violence.
Keywords: violence, culture,
conflict, habitus, society.
Introducción
Una primera referencia para hablar de
violencia, es asociarla a un tipo de conducta, proceder o acción que está directamente
relacionada con un daño, una agresión verbal o psicológica en donde descargamos
la ira humana sobre un semejante. A esto lo denominamos un acto violento y,
extrapolamos en este orden tal conducta para referirnos a un actor, un grupo
humano, una sociedad como violentos. Esta es la manifestación más obvia, ese
tipo de violencia denominada por el investigador Noruego Johan Galtung (2004, 1998, 1984) como violencia directa, aquella
que es observable, medible y puede cuantificarse, número de homicidios,
suicidios, actos delictivos, etc. Aunque esto no es un problema menor en las relaciones
de convivencia social, sí marca un hecho sintomático a la hora de hablar de
violencia. Miremos estas cifras para el caso colombiano, por ejemplo; la expresión
del conflicto armado en Colombia ha sido preocupante en las últimas cuatro
décadas. Si tan sólo miramos los reportes de las muertes violentas, expresadas
en tasas de homicidio nacional por 100.000 habitantes, desde 1948 hasta el
2007, encontramos que el comportamiento de las muertes violentas en el país es muy
irregular, con unos ascensos y descensos que sintomatizan
el nivel crítico para comprender la violencia y conflicto armado vivido en el
país. Las comparaciones internacionales de las tasas de homicidio antes de la
firma de los acuerdos de la Habana dejan en evidencia lo delicado de la
situación colombiana (39.4): la tasa de homicidio nacional es ocho veces mayor
a la de Perú, siete veces mayor a la de Estados Unidos, dos veces mayor a la de
Ecuador, Brasil y México y un poco inferior a la de Venezuela (41.2); en lo que
representa a países europeos como España es catorce veces mayor.
Lo que no podemos desconocer es que
esta violencia (directa) puede corresponder, en forma de respuesta que se produce
contra una determinada forma no visible de violencia, considerada por el mismo Galtung como violencia estructural, la que aqueja a una población,
la que no permite la materialización y la satisfacción de unas necesidades básicas,
empleo, salud, educación, recreación, etc. La solución a estos dos tipos de violencia
suele situarse en el plano objetivo, tratando de aplacarla por medio de mayor
pie de fuerza, leyes más estrictas, resolución de algunas necesidades básicas,
empero, la violencia puede sobrevivir, ya que está podría encontrarse arraigada
en lo más profundo del individuo, manifestándose a través de las formas de violencia
o bien directa o estructural.
Así pues, visualizamos tres escenarios,
un tipo de violencia expuesto entre un agresor de manera directa a través de daño
físico, psicológico o agresión verbal. Un tipo de violencia agenciada desde el sistema
o la estructura, en el entendido del conjunto de necesidades humanas insatisfechas,
desigualdades sociales, desequilibrios que fracturan la cohesión social y propician
escenarios de inadaptación social. Y un tipo de violencia agenciado desde las
ideas, los valores, las tradiciones, la moral. Comportamiento que se aprehende
y se incorpora como pauta y que se expresa a través del lenguaje, losmedios, la ciencia, la ideología, el arte. Es decir que
compromete el universo simbólico a través del cual se lleva a cabo la experiencia
humana.
Para poder entender la violencia, se
necesita entonces reconocer las lógicas que la determinan, las causas y los
motores que la desencadenan y los matices a través de los cuales se expresa.
Johan Galtung nos ayuda con la construcción de su
modelo conceptual, el cual permite analizar: la producción, reproducción,
incorporación y manifestación de la violencia, este esquema es el denominado
“triángulo de la violencia”; arriba en la parte superior se encuentra la forma
visible, que se expresa a través de la muerte, las laceraciones provocadas al cuerpo,
etc. Esta es la violencia directa, violencia que no se produce como acto extraordinario
del momento, pero que sin embargo es tomada como tal, la violencia directa
puede ser la forma en que se manifiestan aquellas formas de violencia que pasan
por invisibles, las cuales se encuentran en la base del triángulo según la propuesta
de Galtung, la violencia estructural y la violencia cultural.
Lo
diverso y complejo del matiz colombiano
Al hacer un ejercicio de interpretación
de la expresión de la violencia en Colombia, nos vamos a encontrar con un
mosaico de representaciones tan diverso que él mismo, ha sido objeto de
esfuerzos académicos que han permitido tipificarlo en dos grandes tendencias.
La primera tendencia,
hace referencia a las posturas de los llamados violentólogos
según los cuales existen unas causas objetivas que la generan; aquí llamamos
estructurales en la tradición de Galtung, tales causas,
como la mala distribución de la tierra, la desigualdad, pobreza, bajo
crecimiento, desempleo y ausencia del Estado en las regiones, principalmente.
Por lo tanto, a medida que el Estado defina políticas que busquen mejorar estas
causas objetivas, la violencia y el conflicto se retraerán. Salas (2007)
Como vemos, esta tendencia, desde la
experiencia teórica en Colombia, está muy cerca de la dimensión estructural de la
violencia.
La segunda tendencia (Salas,2007) se
ha inspirado en la propuesta del economista Becker (1968)
quien considera que
los violentos, bien sean individual u organizados, no tienen una ideología, son
agentes económicos que buscan maximizar sus beneficios y si se encuentran en una
sociedad con una alta impunidad, encuentran un alto beneficio ejerciendo el
crimen. Como se ve, en este modelo la tasa del crimen está determinada
conjuntamente desde el lado de la oferta por individuos con una propensión a cometer
delitos y desde el lado de la demanda por servicios de seguridad que el Estado o
el sector privado proveen. Basado en supuesto de expectativas racionales,
preferencias estables y un comportamiento maximizador,
el individuo responde a una función de utilidad en la cual evalúa los costos y beneficios
de cometer un crimen. Esta función responde, a su vez, a las penas y aumentos
en los gastos destinados para el control del crimen, estableciendo costos y
beneficios del crimen y determinando así la decisión del acto criminal. (Sánchez
y Núñez, 2001)
De manera general, en el marco de estas
dos tradiciones teóricas se visualiza un panorama que señala el conflicto conceptual
a la hora de comprender la violencia. Por ejemplo, al considerar los argumentos
teóricos explicativos de las causas de los actos violentos en Colombia, la
tendencia del enfoque de los llamados “violentólogos”
y sus interesantes ideas cobrarían fuerza a partir de 1987 con el documento
“Colombia: violencia y democracia”
El grupo de intelectuales
que conformaron la comisión, afianzaron la discusión llegando a considerar que en
el país no había sólo conflicto armado, sino múltiples violencias, y que para
enfrentarlos era necesario hacer reformas que cambiaran las causas objetivas
que lo alimentaban. Hablaron de la reforma agraria, de una política de derechos
humanos, y sobre todo de la necesidad de una democracia más incluyente, que
deslegitimara la insurrección armada. Todo esto para facilitar la negociación con
las guerrillas. (Salas, 2007)
En este mismo orden destacamos las
referencias que aporta Salas, (2007) en la perspectiva de la dimensión estructural:
la violencia persistente
en Colombia es el resultado de un complejo número de causas. Contar con una hipótesis
comprensiva de su origen y explicación rebasa los paradigmas de varias
ciencias. Estos autores consideran que variables como desigualdad, educación y presencia
de grupos armados sociales irregulares, están relacionadas con la violencia y el
conflicto armado, así como la ausencia del fortalecimiento democrático en la sociedad
colombiana. (Salas, 2007)
En este mismo orden, Gutiérrez (2001)
al detenerse en la relación entre beneficio económico y necesidades básicas
para comprender la violencia destacamos:
tres condiciones deberían
poder contestar por qué en Colombia hay niveles tan altos de violencia política.
La primera, hace referencia a la relación entre desigualdad y violencia; la segunda,
al narcotráfico. El narcotráfico, alimentó y envenenó el viejo conflicto gobierno-guerrilla.
Y la tercera condición, hace referencia al carácter semi-represivo
del régimen. En Colombia la democracia no es ficticia, pero convive con una
permanente exclusión de la oposición, la crítica y la movilización social. (Salas,
2007)
No obstante, el posicionamiento académico
y la enjundiosa tarea de los llamados “violentólogos”,
al parecer en las últimas dos décadas se impone una tradición; no menos
importante, pero que abandona el esfuerzo por comprender, más allá de la
representación objetiva, las causas estructurales de la violencia, y como
consecuencia, se admite aquí, las posibles indagaciones para comprender la
violencia en clave cultural. Así las cosas, surgió toda una serie de trabajos
en los que se complementa dicha teoría de los “violentólogos”,
se la modifica, e incluso, una fuerte tradición y muy reciente, que la refutan.
Las tradiciones para explicar la violencia
y de manera particular, el conflicto, en la línea de las causas objetivas y de
impacto económico, han conducido a una serie de reflexiones que distraen la atención
sobre las causas y motores de la violencia en la base de relación estructural y
cultural. Una distracción es, por ejemplo, el esfuerzo de los investigadores
cuyos trabajos han evidenciado las relaciones entre el conflicto armado y su
vinculación con variables territoriales. Como lo expresa McColl
al referirse a los estados insurgentes en el mundo, “el estudio de las
revoluciones y de los revolucionarios ha sido ampliamente tratado; sin embargo,
existe un aspecto que no ha recibido adecuada atención: el aspecto geográfico
de la revolución y concretamente las bases territoriales de la revolución” (McColl, 1969). Para el caso colombiano se tiene un buen trabajo
elaborado por Pécaut (2004), quien ve en el
territorio un elemento central con el que se puede afianzar el ejercicio explicativo
del conflicto armado y la violencia en Colombia.
Compartimos la idea de que el territorio
es central para comprender las acciones de los seres humanos, y claro, necesitamos
una manera distinta de concebir el espacio al correlacionarlo con las prácticas
sociales que en él se suscitan, como lo dejó ver Ortega Valcárcel (2000), quien
señala que al hablar de producción social del espacio nos referimos a que cada sociedad,
cada momento histórico, de acuerdo con un desarrollo técnico determinado, con un
grado de organización interna y el conjunto de relaciones sociales específicas,
se sostiene y por consiguiente se produce en un proceso dialéctico de
reproducción material y reproducción social, que se fundamenta en la transformación
de la naturaleza y en la propia transformación social como dos manifestaciones de
un mismo proceso.
Sin embargo, la determinación espacial
que por definición ha permitido vincular la relación naturaleza y sociedad,
debe conducir a la consideración explícita respecto al modo y la manera en que los
grupos humanos se apropian de los territorios. Aquí es donde la explicación de
la violencia y el conflicto encuentran mejores posibilidades comprensivas y explicativas,
cuando aparece la idea de territorio como el escenario donde se desarrollan las
relaciones sociales, como lugar para el ejercicio del poder, de la gestión y el
dominio por cada uno de los actores sea en la forma de Estado, de individuos, organizaciones
o empresas.
Ahora bien, el poder, la gestión y
el dominio territorial por parte de individuos, grupos u organizaciones, cuando
afectan directamente una porción del espacio geográfico, revela el grado de control
que estos actores poseen sobre el mismo espacio. Surge entonces la idea de
territorialidad asociada a representaciones identitarias.
Cuanta gestión y dominio territorial hay en un espacio, cuanto más control y apropiación
material del mismo poseen los actores sociales. La territorialidad marca los
procesos que dan cuenta de los mecanismos de apropiación, dominación y
reproducción de prácticas sociales afianzadas en la idea de estructuras identitarias sobre los territorios o estructuras de significado.
Así las cosas, espacio, territorio
y territorialidad definen el grado en que los actores sociales se identifican y
transforman los lugares de convivencia. Esta transformación obedece a la representación
que desde el universo cultural hacen los actores sociales, no es el territorio un
instrumento apartado de los intereses de los actores, sino que sus acciones
dependen del modo y la manera en que ellos se apropian de sus espacios
histórica y culturalmente determinados. Identificar estas prácticas como fuente
de acontecimientos en la vida, permitirá insistir en la consideración de
criterios culturales para no limitar o reducir el análisis de la violencia a
eventos objetivos, por factores de agencia económica o a expresiones sobre la apropiación
territorial respecto a las lógicas de posesión y dominio que unos actores imponen
sobre otros actores.
Como lo sugieren Gustavo Montañez
Gómez y Ovidio Delgado Mahecha cuando se preguntan:
¿Cuál es el proyecto
nacional de territorio y de las territorialidades? El proyecto de territorio
que corresponde al proyecto nacional debe expresar un claro sentido democrático
mediante la coexistencia de múltiples territorialidades en el espacio del estado
nación; territorialidades que sean reconocidas y reguladas por la territorialidad
estatal como expresión suprema en este ámbito de la existencia ciudadana. Esas múltiples
territorialidades no sólo deben corresponder al carácter de nuestra formación
histórica, multiétnica y pluricultural, sino también a nuestra condición de
individuos, colectividades e instituciones, en su dimensión económica, social y
cultural. (Montañez y Delgado, 1998)
En suma, la presente reflexión deja
ver las tendencias en las que se fundamenta el análisis de la violencia y el conflicto
armado. Evidencia los vacíos que dejan las formulaciones teóricas de la segunda
propuesta teórica derivada de la influencia de Becker (1968) y en concomitancia,
la incorporación del territorio, más cerca de la determinación física y
espacial, que de la condición simbólica y las estructuras identitarias
en clave cultural. Por lo tanto, la teoría de las causas estructurales que
generan la tradición sobre la violencia formulada por los “violentólogos”
en 1987, en lo fundamental, orienta el debate aquí propuesto, ya que nos acerca
al propósito que traemos.
Consideramos, que la atención que pongamos
al mejoramiento de estas causas y la proximidad que deja ver a las determinaciones
culturales de la violencia, constituyen un aporte sustantivo para la paz. Como
lo expone el investigador Francisco Jiménez Bautista:
Muchas corrientes
contemporáneas de la investigación conceden una importancia esencial al lenguaje
en la construcción de la cultura, ya que se relaciona e induce las formas de pensar
y de actuar. Desde esta perspectiva, debemos concederle gran importancia tanto
a la promoción de una Cultura de paz, plural e integradora, como a la
des-construcción de la violencia cultural. Sin ninguna duda, las palabras, las
frases, la lengua se convierten en elementos de primer orden en la creación de relaciones
pacíficas –o en su caso violentas–, donde debemos ser conscientes de ello y utilizarlas
para reconocer a los demás, dulcificarlas, dotarlas de cariño y amor,
liberarlas de agresiones, marginaciones o ignorancias. (Bautista, 2012)
Perspectivas
teóricas para comprender el enfoque cultural
El informe general del Centro Nacional
de Memoria Histórica (2013), examinando el problema colombiano en sus 50 años de
conflicto precisa:
El carácter invasivo
de la violencia y su larga duración han actuado paradójicamente en detrimento del
reconocimiento de las particularidades de sus actores y sus lógicas específicas,
así como de sus víctimas. Su apremiante presencia ha llevado incluso a
subestimar los problemas políticos y sociales que subyacen a su origen. Por eso
a menudo la solución se piensa en términos simplistas del todo o nada, que se
traducen o bien en la pretensión totalitaria de exterminar al adversario, o
bien en la ilusión de acabar con la violencia sin cambiar nada en la sociedad. (2013)
La naturaleza de estas condiciones particulares
y específicas es ahora el punto de atención. El filósofo Nietzsche nos recuerda
que “Todo lo que pervive durante mucho tiempo se ha ido cargando de razón,
hasta el extremo de que nos resulta inverosímil que en su origen fuera una sinrazón”
(Nietzsche, 1984: 35). “Con el tiempo todo se mezcla y se interrelaciona. Pero si
la cultura es algo originado, formado, matizado y mantenido por el hombre, es el
propio ser humano el que debe (y desde luego puede) variar su comportamiento y,
en este caso, eliminar la violencia cultural (Bautista, 2012).
Las condiciones que posibilitan esta
constancia y permanencia, esta perdurabilidad, es la incorporación, en el
ambiente que hace el individuo de esta violencia cultural, la cual la incorpora
dentro de ese sistema de disposiciones duraderas, denominado por el sociólogo Francés
Pierre Bourdieu como habitus. El habitus
es el que posibilita la reproducción de un orden, ya que este ha incorporado
unas determinadas lógicas del mundo en el que vive, para luego reproducirlas. Por
esto el habitus es considerado como una estructura
estructurada, es decir, el habitus es una estructura
moldeada por ese mundo de lo social, pero al mismo tiempo es una estructura
estructurante, el habitus también le da forma a ese mundo.
Y cuando el habitus aplica las mismas categorías estructuradas
por ese mundo, todo parece natural, incuestionable, reproduciendo nuevamente
este mundo de lo social. Así, la violencia cultural que es incorporada y reproducida
encuentra esas posibilidades de permanencia en el habitus
de cada uno de los individuos.
Todo acto de incorporación es un acto
de aprendizaje, el cual se produce mediante una socialización. La violencia cultural
puede ser socializada, no como un acto consciente e intencionado de socializar
contenidos y significados como en la escuela, la socialización de la violencia cultural
podría corresponder a una socialización no directa, una que se aprehende y se
incorpora dentro del núcleo mismo de lo que Michelle Maffesoli
(2007) denomina “Socialidad”, esa relación con la
alteridad que existe entre los individuos, la violencia cultural podría ser esa
relación “trágica” que existe con la alteridad: de agresión hacia el otro,
falta de solidaridad, incapacidad para actuar en pro del otro, incapacidad para
cuestionar ese mundo dado por natural. Violencia cultural que se aprende dentro
de esa socialidad y se arraiga dentro de lo profundo
de los habitus.
Eso que llamamos socialidad se compone de una red de relaciones e interdependencias,
de modelos de interacción social que compromete actores, situaciones y orientaciones
precisas entre los individuos, red de relaciones que Norbert
Elías (1997, 1999) denomi-na “figuraciones”; las cuales
componen y dan sentido a la vida cotidiana, donde existen diferentes escenarios
o ambientes que albergan la socialidad. Así las cosas,
la violencia cultural puede ser aprehendida dentro de estos escenarios cotidianos
y a la vez puede ser reproducida. En vez de ahondar en esos escenarios de
tropas, armas, camuflados y heridos, donde se expresa la violencia directa, es
preciso no perder de vista el escenario social donde se empieza a configurar esa
violencia cultural, en los primeros escenarios cotidianos de los individuos. En
concomitancia, el sociólogo norteamericano Talcott
Parsons en su bello trabajo titulado “La sociedad” (1974) indica la
preponderancia de los factores ambientales como responsables de los elementos
aprendidos de los sistemas de conducta, y que marca el nivel de análisis en el
que llamamos la atención para enfocar nuestra reflexión.
El primer escenario cotidiano donde
el habitus empieza a configurarse es en el hogar, con
la familia. Este es el punto de inicio de la trayectoria social de todo
individuo. Esta primera etapa de la configuración del habitus,
Bourdieu la denomina habitus primario, el cual desde
la perspectiva del autor va a determinar en gran parte el habitus
del individuo durante toda su trayectoria social. La primera figuración a la que
va a pertenecer el individuo es su familia, y como determina el sociólogo alemán
Norbert Elias, esta red de
relaciones e interdependencias es fundamental en el proceso de construcción de
lo que Bourdieu denomina Habitus.
Dentro de este escenario cotidiano,
son los infantes quienes incorporan estas referencias, aparentemente rutinarias,
de violencia doméstica, que se hacen costumbres y se incorporan en forma de haberes
en los individuos. La reproducción de estas formas de ser, actuar, sentir y
pensar es propia de la dinámica asociada a la producción y reproducción de habitus en la familia.
Es cierto que, como advierte Elias, (1997) en ese proceso civilizatorio el individuo
aprehende a regular ciertas pulsiones por las diferentes conminaciones
sociales, pero, parece ser que dentro de esa socialidad
se puede al mismo tiempo aprender a autorregular las diferentes pulsiones, pero
también se aprende a “dar rienda suelta a las mismas”. La familia desde esta
perspectiva puede cumplir dos roles, la de socializar esos valores y normas para
que el niño y la niña en un futuro puedan autorregular su conducta, sin embargo,
esta también puede ser la depositaria de aquella violencia cultural, el niño y
la niña encuentran así, estas dos caras “orden y desorden” “lo permitido y lo
vedado” en una misma moneda, que es la familia.
El habitus
no es una estructura cerrada, constantemente se está configurando a través de las
diferentes experiencias y de las distintas relaciones que establece el
individuo a lo largo de su trayectoria social. El niño y la niña no solamente
estarán en su hogar, muy pronto tendrán que ir al colegio, empezarán a hacer
amistades y recorrerán ese entorno que contiene a su hogar, el barrio.
Por algún tipo de “capricho” de las
lógicas del mundo social, algunos escenarios cotidianos como, la familia, la escuela,
el barrio, la comuna, están insertos donde la violencia de tipo estructural y
directa se focalizan con mayor intensidad, como ocurre en los escenarios de
conflicto armado en Colombia y el departamento de Nariño. Los habitantes de
estos escenarios cotidianos están en una situación de mayor vulnerabilidad, de sufrir
a causa de esa violencia directa y estructural, que puede posiblemente
convertirse en violencia cultural que se incorpora y se reproduce.
Si el habitus
como argumenta Bourdieu es producto de las determinaciones asociadas a una clase
de condiciones de existencia y experiencia, la exposición a este tipo de
violencia cultural podría producir habitus de violencia,
es decir disposiciones que podrían generar violencia. Y por disposición se entiende
desde la perspectiva que le otorga Bernard Lahire
(2004), como una determinada forma de actuar ante una situación, ese actuar significa
acción, la cual no solo equivale a movimiento, sino también a esas determinadas
maneras de ser, de sentir, de pensar. Las distintas disposiciones que configuran
al habitus están compuestas por diferentes
principios, percepción, apreciación, visión, división. Ese habitus
es una matriz de disposiciones éticas, estéticas, cognoscitivas y de acción.
Esa violencia cultural convertida en
disposiciones, a través del habitus puede poseer
muchas manifestaciones. Cabe aclarar que la categoría “habitus
de violencia”, no significa que todas las disposiciones que componen al habitus sean encaminadas todas y cada una hacia la violencia.
Como determina Lahire (2004), una disposición para activarse
necesita de un condicionante de contexto, de una situación. Durante la trayectoria
social de todo individuo existirán múltiples situaciones, y diversas respuestas
a las mismas, la reflexión central debería encaminarse cuando se presentan situaciones
de conflicto, donde determinadas disposiciones se reactivarán, y posiblemente esa
violencia cultural encontrará un canal para manifestarse a través de las disposiciones
de ese habitus.
La violencia cultural puede ser una
parte de esa denominada socialidad, y al ser parte de
esta, puede manifestarse en los distintos escenarios cotidianos, los cuales pueden
incidir en la configuración posible de habitus de
violencia como puede advertirse para ambientes como el sur occidente de Colombia,
Cauca, Nariño y Putumayo, donde se concentra una significativa expresión de la violencia
y el desequilibrio social en términos de desigualdad, pobreza extrema y necesidades
básicas insatisfechas.
En el documento que lleva por título
“Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia. Introducción
conjunta a las dos relatorías de la Comisión Histórica del Conflicto y sus
Víctimas. Febrero de 2015”, permite inferir este escenario, al respecto se lee:
según el Informe
Nacional de Desarrollo Humano, la población afectada por condiciones de pobreza
en las zonas rurales era, en 2008, el 49%, mientras que en las ciudades era de menos
de la mitad, el 22%. Según fuentes consultadas por la Misión Rural, el 77% de la
población ocupada en las zonas rurales tenía un ingreso mensual inferior al salario
mínimo legal, en comparación con el 41% en las áreas urbanas.
Esa violencia cultural no solamente
queda arraigada en el habitus, esta se exterioriza
creando un cierto tipo de imaginarios, de pautas, los cuales entran en ese
orden de lo simbólico, es decir son compartidos por una comunidad quien les
otorga determinados significados y a la vez les sirven como referentes.
Imaginarios que pueden llevarse consigo y a cualquier parte, al ser estos
incorporados en el habitus. Esa violencia cultural
además de provocar violencia directa y estructural crea unas determinadas
representaciones sociales, la violencia cultural puede configurar esos imaginarios
de los distintos escenarios cotidianos de los individuos y termina siendo
responsable de los elementos aprendidos del sistema conductual.
La violencia cultural es producto social
y como tal debe ser objeto de estudio de la sociología, la antropología, la
geografía, la filosofía, quienes deben tratar de analizar, interpretar y comprender
como se produce y reproduce esta violencia cultural. Ese conocimiento
científico que podría producirse deberá emplearse para poder generar
alternativas de transformación de esta violencia cultural, manifestada a través
de esos habitus de violencia.
Una posible pista, para el logro de
este objetivo la brinda el sociólogo francés Pierre Bourdieu al considerar que,
los habitus pueden ser reentrenados, es decir
transfigurados, desde este argumento se contempla la posibilidad de transfigurar
esos habitus de violencia, que al mismo tiempo
transfigurarían esa violencia cultural y ayudarían a frenar su reproducción.
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