ARTÍCULO DE REFLEXIÓN                                                           Recibido: 15/05/2024

Aprobado: 12/12/2024

 

La subversión como epidemia1

La legitimación discursiva de la violencia política

Subversion as an epidemic

The discursive legitimization of political violence

Gabriela Sánchez Martínez

Doctorante en Estudios Latinoamericanos, Universidad Nacional Autónoma de México

 

DOI: https://doi.org/10.22267/rceilat.245455.127

 

Resumen

El presente artículo se pregunta acerca de la manera en que se legitima discursiva- mente el ejercicio de la violencia política. Partiendo de la idea de que la alteridad forma parte de la manera en que se construyen las identidades, se estudian los adversarios y los enemigos como potencialidades del otro. Un análisis discursivo de algunos de los principales teóricos y prácticos de la Doctrina francesa, como manera de interpretar la guerra en términos ideológicos y no territoriales, permite comprender la manera en que se explican y justifican ciertas prácticas violentas en contra del enemigo político. La comprensión de la subversión como una enfermedad letal, susceptible de extenderse por el cuerpo social y acabar con las células sanas, plantea con una enorme simplicidad la bipolaridad geopolítica propia de la Guerra Fría. Los testimonios consultados plantean un problema, una solución, y un único agente con la capacidad de llevarla a cabolas fuerzas armadas–; ade- más, exponen la necesidad de sacrificar parte del cuerpo enfermo con el objetivo de salvar al conjunto de la sociedad.

Palabras clave: alteridad, democracia, enemistad, identidad, violencia.

Abstract

This article explores the way in which the exercise of political violence is discur- sively legitimised. Starting from the idea that alterity is part of the way in which identities are constructed, adversaries and enemies are studied as potentialities of the other. A discursive analysis of some of the main theorists and practitioners of the French Doctrine, as a way of interpreting war in ideological rather than territorial terms, allows us to understand the way in which certain violent practices against


1.    Este artículo ha sido elaborado a partir de una ponencia, del mismo título, que tuve la opor- tunidad de compartir en el XXI Congreso Internacional de Filosofía. La Filosofía en tiempos de incertidumbre: resistencias y alternativas, celebrado en la Universidad de Guanajuato en noviembre de 2023.


 

the political enemy are explained and justified. The understanding of subversion as a lethal disease, susceptible to spreading through the social body and destroying the healthy cells, poses the geopolitical bipolarity of the Cold War with enormous simplicity. The testimonies consulted present a problem, a solution, and a single agent with the capacity to carry it out –the armed forces–; they also state the need to sacrifice part of the ill body in order to save society as a whole.

Keywords: alterity, democracy, enmity, identity, violence.

 

Introducción

Una identidad, un grupo, puede definirse por lo que hay en su interior, o por lo que queda fuera. Toda identidad –el yo, el nosotros, la nación–, conlleva necesariamente la existencia de otros, aquellos que no forman parte de la misma. Si concebimos, como se explicará más adelante, que cualquiera de estas identidades no es original, previa, sino que es una construcción, se puede extraer que los otros, los que quedan fuera, son también fruto de ese mismo acto creativo (Galíndez Ortegón, 2018). Los límites de la identidad se pueden establecer por motivos étnicos, religiosos o de cualquier otra índole. Por ello, los otros –y, también, los enemigos– pueden ser ciudadanos del mismo Estado, tratándose así de enemigos internos; o pueden ser aquellos fuera de las fronteras estatales y ser, por tanto, enemigos externos.

Estos otros, límites necesarios de la identidad propia, pueden coexistir y convivir con ésta de forma pacífica, o pueden convertirse en enemigos públicos, identidades rechazadas de forma compartida y hacia las cuales parecen legitimadas ciertas formas de violencia que al interior del grupo serían castigadas. ¿Cómo se da este cambio? ¿Cómo se consigue transmitir al interior de una sociedad una visión determinada de un otro que justifica el odio o la violencia hacia éste?

Este artículo busca responder a estas preguntas, centrándose en un tipo de otredad, aquella que se da por motivos políticos al interior de un Estado; esto es, el otro que supone el subversivo o el rebelde o el insurgente. El centrarse en este tipo particular de otredad responde a un intento por comprender la legitimación de la violencia política en la realidad latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, es decir, en el contexto de la Guerra Fría, y también actual. Este interés se debe a que, aunque la época de la violencia política pareciera haber terminado para América Latina, la enemistad y la eliminación del otro siguen presentes en el discurso de la región.

En 2019, el entonces presidente de Chile, Sebastián Piñera, respondía a la ola de protesta social que paralizó el país afirmando: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite” (citado por Redacción BBC Mundo, 2019). El propio mandatario utiliza las palabras guerra y enemigo, lo cual apunta, como se verá más adelante, a una situación que no tiene cabida en el marco de una democracia: concebir al opositor político como enemigo. También el expresidente de Brasil, Jair Bolsonaro, tras su victoria electoral y toma de poder en enero de 2019, señalaba: “Debemos poner fin urgente- mente a las ideologías que defienden a los delincuentes y penalizan a la policía” (citado por France24, 2019). No es necesario analizar estas afirmaciones en detalle, aunque resultan útiles para entender la manera en que, todavía hoy, la violencia política o su legitimación discursiva están presentes en América Latina y siguen poniendo en riesgo el avance democrático de la región.

El lenguaje, que nos caracteriza como seres humanos y nos diferencia de otros animales, nos permite comunicarnos y compartir visiones del mundo que nos rodea (Benveniste, 2015). Estas visiones compartidas o convenciones aplican también a la realidad social, siendo así el lenguaje la herramienta mediante la cual construimos identidades, nos incluimos en grupos como una ideología, una clase social o una nación, y excluimos a otros de esos mismos grupos (Rancière, 2012). Es por ello que, para conocer cómo unos otros pasan a ser enemigos públicos y legitimamos la violencia contra ellos, este análisis se centra en el lenguaje, en el discurso –entendido como un relato que transmite una forma de interpretación de la realidad social–.

De esta manera, el punto de partida es la pregunta: ¿cómo se legitima discursivamente la violencia contra el otro político? Para responder, se estudian ciertos textos o fragmentos discursivos con el objetivo de comprender cómo se utiliza el lenguaje para transmitir que un otro es un enemigo que resulta necesario silenciar o eliminar. Esto parte, además, del supuesto de que actitudes como éstas son de base antidemocráticas, en tanto que, desde un punto de vista teórico, la presencia y tolerancia de diferentes opciones o ideologías es condición necesaria para la existencia de una democracia (Mouffe, 2021). Por ello, la voluntad de eliminar o silenciar una ideología, tal y como la expresada por el expresidente brasileño, Jair Bolsonaro, en la cita mencionada anterior- mente (citado por France24, 2019), es un acto de violencia política.

Cuando hacemos referencia a la eliminación del otro –el otro como ene- migo público, como grupo enemigo–, estamos hablando de guerra. La guerra entendida en términos políticos, ideo- lógicos responde a una comprensión del enfrentamiento donde las mentes son, en lugar del territorio, el objetivo prioritario de la conquista (Franco, 2012). Cabe enmarcar en esta idea de conflicto la así llamada “guerra contra el comunismo” como ejemplo de ene- mistad donde la guerra es contra el otro que se distingue por motivos ideológicos, como es el caso del subversivo. Se analizan, por tanto, distintos fragmentos del discurso de teóricos y prácticos de la Doctrina francesa, pioneros en esta forma de guerra –desarrollada por las Fuerzas Armadas Francesas en la guerra de Indochina, aplicada después en Argelia y extendida más adelante al resto del mundo– (Robin, 2008), con el objetivo de responder a la pregunta de investigación.

 

Punto de partida teórico

Como se mencionó, las dos principales bases teóricas sobre las que se sostiene esta investigación son la capacidad del lenguaje para conformar lo social mediante la transmisión de nociones compartidas sobre el mundo y la comprensión de las identidades como construcción. Cabe detenerse en estos puntos. Además, al final del apartado, se hará un pequeño apunte a cierta noción de política.

En primer lugar, resulta necesario partir de una breve conceptualización sobre la identidad y la construcción de la misma. Se ha de abordar, también, la conformación del sujeto o el yo como base para entender el establecimiento de las categorías de nosotros y otros. En palabras de Benveniste (2015), “es en y por el lenguaje como el hombre se constituye como sujeto, porque el solo lenguaje funda en realidad (...) el concepto de ‘ego’” (p. 180). La conciencia de uno mismo –como el conjunto de elementos que, como conjunto, con- forman el yo–, no es previa al lenguaje sino consecuencia de éste, y emerge por contraste ante un que representa al interlocutor.

Esta propuesta refuta la idea de sujeto como totalidad unitaria, homogénea y cerrada. En tanto que es en el lenguaje base de lo social– donde el yo emerge, los individuos se definen a sí mismos en términos de construcciones sociales (Reicher, 2004). Por ello, se considera que las identidades no son plenas ni cerradas, sino que están suje- tas a la rearticulación de las relaciones sociales (Goffman, 1959; Lacan, 2009); y que la relación interior-exterior es necesaria para el surgimiento de la subjetividad, de la identidad, dado que ésta se construye por diferenciación (Reicher, 2004; Mouffe y Laclau, 2001). El yo o el nosotros acaban donde empiezan los otros.

Esto se aplica tanto al sujeto o al yo, como al nosotros. Establecer categorías nos permite identificarnos como miembros de un grupo, al mismo tiempo que identificamos al otro como miembro de un colectivo diferente (Reicher, 2004). Por tanto, de la misma manera que con a identidad individual, la alteridad es la condición de posibilidad del grupo en tanto que es lo que lo limita (Duque, 2018).

Como los grupos y las fronteras que separan el nosotros de los otros son construidos históricamente, no son estáticos, se redefinen en función de la realidad social y de las relaciones de poder (Jordana, 2022; Galíndez, 2018). La alteridad, como se mencionó, se construye simbólicamente y los criterios de inclusión y exclusión del otro se interiorizan dentro de la cotidianeidad (Sierra, 2012), de tal manera que adquieren un carácter grupal (Duque, 2018). De esta manera, se establecen categorías que permiten erigir límites entre grupos y, así, delimitan un nosotros (Reicher, 2004).

Esta alteridad tiene diferentes potencialidades. Por un lado, el adversario o el opositor, a pesar de la negatividad que representa, es un otro tolerado, que no representa un impedimento para el nosotros y, por ello, no necesita ser eliminado. Por otro, el enemigo sí. La enemistad tendrá lugar siempre y cuando la relación implique eliminación, muerte (Dussel, 2003), como en el caso de la guerra que ilustra el expresidente chileno Sebastián Piñera (citado por Redacción BBC Mundo, 2019). En el proceso de construcción del enemigo, la atribución de cualidades negativas a través del discurso lo demoniza y, así, legitima la necesidad de acabar con él, le priva de la dignidad o del derecho a existir (Galíndez, 2018).

La construcción de enemigos sirve para fortalecer la unidad de la identidad, así como para legitimar las relaciones de poder que emergen al interior del grupo ante una amenaza (Barranco, 2018). Pero, de la misma manera, el planteamiento del otro como enemigo resulta útil para justificar el ejercicio del poder contra este otro e, incluso, su eliminación (Reicher, 2004). La línea entre el nosotros y el otros, más allá de la frontera física que pueda existir, en el caso de un enemigo externo, constituye una barrera discursiva que segmenta el campo de lo social (Reding, 2020; Mouffe y Laclau, 2001).

Siguiendo con las bases conceptuales, cabe exponer la comprensión del lenguaje en la que se basan estas páginas. Éste nos otorga, como seres humanos, la capacidad de simbolizar, “la facultad de representar lo real por un ‘signo’ y de comprender el ‘signo’ como representante de lo real; de establecer una relación de ‘significación’ entre una cosa y algo otro” (Benveniste, 2015, p. 27). Esta capacidad es la que permite no solo el pensamiento, sino una interpretación compartida de la realidad y, por tanto, la comunicación y el mundo social. Por ello, tal y como explica Bourdieu, el hecho de compartir una lengua “inclina, de forma natural, a ver y sentir las cosas del mismo modo” (Bourdieu, 2020, p. 27). Esto coincide con lo señalado en la introducción y apunta a la importancia del lenguaje en el estudio de lo social.

Asimismo, otro de los supuestos de partida es la capacidad performativa del lenguaje; esto es, la capacidad del lenguaje para constituir lo que enuncia (Larousse, s.f.). Apoyándonos en el clásico ejemplo que enuncia Rancière: “el proletariado, antes de la distorsión que expone su nombre, no tiene ninguna existencia como parte real de la sociedad” (Rancière, 2012, p. 57). Esta idea es incompatible con una comprensión del lenguaje como representación neutra de una realidad a priori y, en cambio, expone su vinculación con el poder (Foucault, 2022). Por ello, como se explicará en el siguiente apartado, lo que se busca no es sólo exponer el poder contenido en el lenguaje, sino desafiar éste a través de la exposición de las herramientas por las que se le- gitima (Jäger y Maier, 2015; Van Dijk T. A., 2016).

Conviene aclarar la idea, mencionada ya varias veces, de “silenciar” a un otro; de, en palabras de Bolsonaro, “poner fin a una ideología” (citado por France24, 2019). Para ello, resulta necesario hacer una aclaración sobre la idea de política tal y como se concibe aquí. La política puede entenderse como la administración de una serie de elementos dados –identidades, una comunidad– o como la construcción de estos elementos (Franzé, 2015). En este caso, tomamos la segunda de estas descripciones, de acuerdo a Castoriadis (1998), Lefort (1990) y Schmitt (2021), entre otros. De esta manera, la primera instancia de violencia política es la que impide a unos existir como actores o les quita la voz, los niega políticamente (Foucault, 2022; Bourdieu, 2020; Rancière, 2012). Hablar de eliminar una ideología, aunque no implique eliminar físicamente a aquellos que la conforman, supone en sí mismo una forma de violencia política.

 

Método

Conviene reiterar que el objeto de estudio de este artículo es la legitimación discursiva de la violencia contra el otro político; se busca conocer, por tanto, qué formas de utilizar el lengua- je, qué herramientas discursivas, son utilizadas para justificar que un cierto otro, que se distingue del yo o del nosotros por motivos políticos, deba ser eliminado o silenciado. La hipótesis de la que se parte es que, discursivamente, se postula una situación de amena- za contra la identidad propia y, con enorme simplicidad, se plantea una solución al problema: la neutralización de la amenaza. Es como si se tratara de la curación de una enfermedad, una solución científica, evidente, donde el tratamiento está claro y el actor que debe llevarlo a cabo, también.

Para lograr responder a la pregunta de investigación planteada en la introducción, y dada la naturaleza lingüística de la misma, la consulta de fuentes primarias, es decir, fragmentos del discurso, es de gran utilidad porque permite acceder al discurso original a través del cual se construye la guerra moderna como ejemplo de enemistad política (Franco, 2012). El método aplicado debe ajustarse a este objeto y enfocarse en la construcción simbólica de la realidad social y, además, desafiar el poder que este tipo de construcciones conlleva. Por ello, el análisis del discurso es el método escogido, en particular dentro de la corriente de análisis crítico, dado que “descubrir procesos de exclusión, en relación con el uso de la lengua, sólo es posible cuestionando críticamente el uso de la lengua” (Caballero Mengibar, 2015, p. 51).

Por último, antes de exponer el método en sí, cabe señalar que éste, de acuerdo a los planteamientos de Lacan (Ávalos Pérez y Orozco Guzmán, 2019) y Laclau (Howarth, Norval y Stravakakis, 2000), importantes referentes en el Análisis del discurso, ha sido diseñado ad hoc para la investigación, teniendo en cuenta sus características formales, así como la naturaleza y contenido de las fuentes estudiadas.

Puesto que se pretende conocer la construcción de enemigos ligada a la guerra moderna, lo cual abarca fuentes de gran dispersión histórica y geográfica, se ha escogido como fuente a analizar la obra Escadrons de la mort, l’école franiaise, de la periodista francesa Marie-Monique Robin (2008), que recoge declaraciones de algunos de los teóricos más importantes de esta Doctrina, así como fragmentos de manuales de contransurgencia de estos actores. En ella, la autora entrevista de forma extensa a muchos de los militares franceses que participaron en las guerras de Indochina primero y Argelia después, y a los militares latinoamericanos que aprendieron sus tácticas y las pusieron en práctica en América Latina durante la Guerra Fría (ibíd.).

En primer lugar, se realiza una lec- tura de la obra para reconocer la forma, el tono y el discurso utilizados por los actores mencionados y para ver si, efectivamente, realizan un uso del lenguaje para justificar la eliminación de un otro que consideran enemigo; esto es, los insurgentes, los rebeldes o los subversivos. Una vez reconocidas las formas y metáforas recurrentes, y habiendo reconocido que, en efecto, se produce un ejercicio simbólico para exponer la necesidad de ejercer la violencia contra los otros, cabe poner la atención en las formas y metáforas utilizadas. Como se mencionó anteriormente, el análisis se centra en comprobar si se realiza, en términos simbólicos, una analogía patológica, si se plantea la subversión como una enfermedad, una epidemia, cuyo procedimiento de erradicación tuviese claridad científica.

Una segunda fase sirve para localizar en el texto citas, nominaciones o metáforas que planteen el problema tal y como se ha expuesto anteriormente. Para ello resulta útil tener en cuenta los planteamientos de Susan Sontag (2022) en su estudio sobre el uso de la enfermedad como metáfora. En palabras de la autora, “la preocupación más antigua de la filosofía política es el orden, y si es plausible comparar la polis con un organismo, también lo es comparar el desorden civil con una enfermedad” (p. 91).

A partir de la detección de estos usos o ejemplos, éstos son clasificados según a qué fase de una enfermedad hacen referencia. Se separan, por tanto, entre aquellos referentes a la identificación de los individuos infectados; la intervención para extirparlos; y la prevención del contagio. Si el discurso sugiere otras etapas, u otras cuestiones relevantes, se tienen en cuenta éstas en diferentes apartados. Por último, se interpreta cuáles son las implicaciones políticas o sociales que cada una de estas etapas o resultados presenten, de nuevo con el apoyo de los postulados de Sontag (ibíd.) y de otros estudiosos de la enemistad política y de la doctrina aquí estudiada.

Por último, en relación a los objetivos de este artículo, conviene apuntar también a sus limitaciones. En palabras de Caballero Mengibar, “el análisis crítico del uso de la lengua por sí solo no proporciona un marco que ayude a explicar por qué existen relaciones jerárquicas de poder” (2015, p. 51). De tal manera, si bien se busca exponer la manera en que se legitiman y reproducen ciertas maneras de comprensión de la realidad social, el porqué de estos discursos y del poder que los sostiene escapa a los objetivos que se persiguen aquí y a las posibilidades que permite el método escogido.

Resultados

Tal y como se apuntaba, el uso de la metáfora patológica no sólo es útil para explicar la conversión del otro político en enemigo, sino que es una herramienta para comprender el proceso o el discurso que realiza esta construcción y deriva en la legitimación de la violencia contra este otro. Además, sirve también para exponer la necesidad de que cierto agente social sea el que lleve a cabo dicha violencia, planteada como solución al problema. Se ha elegido el estudio de esta comparación, además de por su utilidad para representar las principales bases de la Doctrina francesa y de la enemistad política, porque es utilizada por militares adscritos a la misma de forma literal, como el coronel Argoud cuando dice “la putrefacción de la población por la OPA2 se ha extendido gradualmente como un cáncer” (Robin, 2008, p. 1916).


2.    OPA hace referencia a la organización político-administrativa vinculada al Frente de Liberación Nacional de Argelia

 


Hay que tener en cuenta, por supuesto, que el surgimiento de esta Doctrina tuvo lugar en el contexto de la Guerra Fría. De esta manera, la enfermedad de la que se trata no es cualquiera, sino que refleja la bipolaridad de la geopolítica del momento (Pita et al., 2013). En el caso de las in- dependencias de Indochina y Argelia, así como en el de las dictaduras que, durante la segunda mitad del siglo XX y en relación con la Guerra Fría, se multiplicaron por América Latina, la enfermedad era el comunismo. En pa- labras de Marie-Monique Robin (2008), la “psicosis de un complot subversivo” (p. 989) convirtió el combate contra la insurrección en una suerte de hipocondría. Además, de acuerdo a la hipótesis de las Fuerzas Armadas francesas, el inicio de la infección que suponía la infiltración comunista o subversiva era, siempre un agente extranjero (Robin, 2008; Rodríguez, 2013). Esto es, como el cáncer, el “bárbaro dentro del cuerpo” (Sontag, 2022, p. 75).

Cabe señalar, antes de apuntar a estas etapas, que el diagnóstico no es una de ellas, dado que la “psicosis” que apunta Robin (2008, p. 989) es la que justifica el resto del tratamiento. Por tanto, partiendo de que el reconocimiento de la enfermedad se da por hecho, se pueden apuntar distintas etapas en la metáfora: la identificación de los individuos infectados; la intervención para extirparlos; y la prevención del contagio. Se mencionan en este orden, aunque nada en el discurso de los militares que aquí se estudia apunta a una sucesión lineal de etapas (ibid). También se pueden señalar otras cuestiones relevantes en relación al fenómeno que se trata: una suerte de paranoia que lleva a localizar la enfermedad allí donde no existe –la hipocondría mencionada–, y la necesidad de un especialista para su curación. Éstas son analizadas en sus respectivos apartados.

La hipocondría

La “psicosis” mencionada tuvo como consecuencia la puesta en marcha, en numerosos casos, de una política de “mejor prevenir que curar”, esto es, una “contrarrevolución sin revolución” (Saidel, 2019, citado por Exposito y Saidel, 2021, p. 269). Ante la posibilidad y sospecha del estallido de la subversión, la doctrina antisubversiva es puesta en marcha contra cualquier individuo que pueda favorecer la llegada de ideas de corte revolucionario o insurrecto, lo cual da lugar al inicio de una limpieza ideológica.

De esta manera, la amenaza dejaba de estar enfocada en individuos concretos para ser, cada ciudadano, un enemigo en potencia (Jemio, 2013; Pita et al., 2013; Sgró y Guzmán, 2012). La hipocondría se aplica, también, a los órganos y células afectadas, de tal forma que, al igual que todo cuerpo –so- ciedades susceptible a caer enfermo y por eso es necesaria la puesta en práctica de revisiones médicas continuas, todo el cuerpo –cada individuo– es susceptible de estar enfermo.

Esta doble hipocondría, por un lado, difuminaba los límites entre cuerpo sano y cuerpo enfermo, esto es, entre guerra y paz, a la vez que, por otro, postulaba una situación en la que el enemigo estaba en todas partes, podía ser cualquiera, por lo que difuminaba también el límite entre célula sana y célula enferma –se verán ejemplos de esto en el siguiente apartado–. También lo militar y lo civil se con- fundían (Schmitt, 2021; Jemio, 2013; Comblin, 1977), así como los conceptos de enemigo interno y externo, ya que el enemigo era a la vez el extranjero culpable de sembrar la enfermedad en la sociedad sana y el nacional que ayudaba a su expansión por el cuerpo. En palabras de Sontag (2022), “durante el medioevo, se establecían vínculos entre el fenómeno de la peste y el de la corrupción moral, e invariablemente se buscaba un chivo expiatorio fuera de la comunidad enferma” (p. 84). En los casos mencionados, tanto el de Indochina como el de Argelia y el de América Latina en la segunda mitad del siglo XX, siempre se culpabilizó a la URSS de ser responsable de infiltrar ideas subversivas y sembrarlas en sociedades sanas (Robin, 2008).

La detección de las células enfermas3

El cambio más crucial que tuvo lugar con esta nueva idea de la guerra fue la difuminación de la frontera entre amigo y enemigo –célula sana y célula enferma, como se señalaba anteriormente–. La falta de uniforme y el carácter ideológico de la frontera existente entre unos y otros hacían necesario, antes de la eliminación de las células enfermas, su detección o localización. De esta manera, el concepto de enemigo se extendía hasta abarcar


3.    Es interesante apuntar que, tal y como reconoce la Fundación del Español Urgente (Fundéu), el concepto de célula es precisamente el correcto para hacer referencia a un “grupo reducido de personas que funciona de modo independiente dentro de una organización terrorista” (Fundéu, 2015).

a cualquiera que pudiese malignizarse o colaborar de forma que favoreciese la propagación de la enfermedad o de las ideas subversivas.

Es decir, si bien se perseguía al comunista, también cualquier opositor o persona que no tuviera una adhesión nítida a la ideología de las élites era susceptible de ser considerado ene- migo (Saidel, 2019). De esta manera, la institucionalización de la violencia encaminada a un control político de la población pasaba a ser una herramienta esencial de la nueva doctrina (Estrada, 2018). Los militares franceses idearon un mecanismo de control de la población a partir de su división en porciones más y más pequeñas, que tuvo su auge durante la guerra de Argelia y que más tarde se exportó a América Latina y se aplicó al pie de la letra, por ejemplo, en el caso argentino (Robin, 2008).

De la metáfora patológica se deriva, también, la necesidad de controlar a la población. Nada más claro que los pasaportes covid o las PCR obligatorias, con las que tan familiarizados estamos en virtud de nuestra historia reciente, para apoyar esta afirmación. Los criterios de identificación de células enfermas, o de individuos subversivos, además, se fueron flexibilizando, de tal manera que la búsqueda nunca acababa, el conflicto podía ser permanente, lo cual confirma lo apuntado anteriormente de que los límites entre guerra y paz se fueron difuminando.

La “presión permanente sobre la población” de la que habla el general francés Compagnon (citado por Robin, 2008, p. 834), es prueba de la manera en que no sólo se justifica la violencia contra el enemigo identificado, sino contra el conjunto de los ciudadanos como posibles enfermos. También se relaciona con esto la posibilidad del infectado de camuflarse, que afirman el capitán Montagnon y el general Bentresque al decir que “un terrorista puede perfectamente disfrazarse de trabajador honrado”, y que “el enemigo es a veces el tipo con el que te tomas un whisky”, respectivamente (citados por Robin, 2008, p. 2453; p. 5240).

Prueba de esto son las masacres llevadas a cabo en Guatemala en el marco de la dictadura militar (1982-1985), y juzgadas posteriormente como genocidio (Orduña, 2023). Los fragmentos del discurso consultados apoyan esto, al contener ideas como “el enemigo es la población”, “el enemigo es el pue- blo”, o que se trataba de “una ‘guerra popular’, en la que participaba toda la población” (Bernard Fall, teniente- coronel Paris de Bollardière, Bernard Fall, citados por Robin, 2008, p. 6310;

p. 1378 y p. 6291).

El control de la propagación y la  eliminación del tumor

Podría parecer que el control de la propagación y la eliminación del tumor constituyen dos fases distintas de la doctrina contrainsurgente asociada a la Guerra moderna. Sin embargo, se trata de dos caras de la misma moneda. No hay otra manera de evitar la propagación de la enfermedad o del movimiento subversivo que eliminando las células afectadas o a los individuos dispuestos a dar difusión a las ideas malignas. No pueden existir la una sin la otra, como en el caso de un tumor, o de una pandemia.

De esta manera, la posibilidad de la expansión de la enfermedad justifica la eliminación de los individuos que focalizan la misma, con el objetivo de proteger al resto del cuerpo social (Isla, 2018). En este caso, se trata de una violencia legítima, como se aprecia en la siguiente cita de Augusto Guzzetti, ministro de asuntos exteriores de la Junta de Videla en Argentina: “Cuando el cuerpo social de un país ha sido contaminado por una enfermedad que devora sus entrañas, produce anticuerpos. Estos anticuerpos no pueden considerarse del mismo modo que los microbios.” (Guzzetti, citado por Robin, 2008, p. 7698). Esta cita es una buena prueba de la interpretación de la realidad social que se transmite a través del lenguaje.

No obstante, como ya se ha visto, previa a la eliminación de las células enfermas ha de tener lugar su identificación y, dado que los criterios para esto son ideológicos, fácilmente difuminables y flexibles, lo que de alguna manera se está justificando es una guerra contra toda la población (González, 2022). En palabras de Sontag (2022): “como se solía aseverar en los discursos sobre el ‘problema judío’ durante los años treinta: para tratar un cáncer hay que cortar mucho tejido sano que lo rodea” (p. 97). No sólo se está justificando la eliminación del enemigo, sino que se están sentando las bases para el ejercicio arbitrario de la violencia.

El especialista

Más allá de las fases o procesos que se derivan de la metáfora patológica, ésta también conlleva, en su concepción simbólica, una solución específica –el control de la propagación y la eliminación de la enfermedad, ya mencionados– y un actor capaz de ejecutarla (Godoy y Badillo, 2021). De nuevo, la metáfora patológica se relaciona con la manera en que se justifica una reacción político-militar al fenómeno que provoca el desorden.

Las declaraciones y fragmentos analizados confirman esta concepción, y en todos los casos señalan a las fuerzas armadas como la institución responsable y capaz de ejecutar la solución necesaria (Robin, 2008). En América Latina, esta idea no era nueva, dado que los militares de la región “se habían auto-representado y proyectado como un elemento fundamental de la nación, como portadores de la identidad nacional y custodios del concepto de patria, asociado a la identidad territorial como base de la nación.” (Pita et al., 2013, p. 30).

La comprensión de la subversión como una enfermedad implica la necesidad de un especialista. Volviendo sobre los fragmentos del discurso analizados, tanto el general Spirito como el oficial francés Pierre Lagaillarde (citados por Robin, 2008, p. 5424 y p. 4746) apuntan a una “intervención quirúrgica”, lo cual se relaciona, como concepto, con la necesidad de un experto preparado para desempeñarla. El objetivo no es talar árboles o demoler, sino un trabajo de precisión, para el que sólo existe una institución prepa- rada, que son las fuerzas armadas.

Además, se legitima la violación del Estado de derecho, al concebir al poder hegemónico –militar, en todos los casos aquí mencionados y estudiados– como un médico omnisciente “portador de un saber que lo hace capaz de detectar el peligro allí donde otros no lo ven y lo convierte en la autoridad legítima para combatirlo” (Jemio, 2013, p. 7). Al ver a la sociedad como un cuerpo enfermo, y requiriéndose la total libertad del médico para poner fin a dicha enfermedad, la democracia supone un impedimento al restringir esta libertad. Por otro lado, se justifica la privación del derecho a la vida y a la dignidad del otro, y además se diferencia la legitimidad de la violencia propia frente a la ejercida por el otro, como apuntaba la cita de Guzzetti al diferenciar entre “microbios” y “anticuerpos” (Guzzetti, citado por Robin, 2008, p. 7698).

Conviene, antes de hacer ninguna afirmación en particular, repasar lo ex- puesto hasta el momento, para volver sobre la manera en que se justifica la eliminación del enemigo y responder así a la pregunta planteada al inicio.

La metáfora patológica, más allá de aparecer de forma recurrente en las declaraciones y fragmentos recogidos por la periodista Marie-Monique Robin (2008) en su trabajo de investigación sobre la Doctrina francesa, es útil para contestar a la pregunta porque permite ilustrar de forma relativamente sencilla la nueva doctrina ideada, perfecciona- da y exportada a todo el mundo por las fuerzas armadas francesas (ibíd.). Por otro lado, hacer referencia al cuerpo social enfermo implica mostrar una preocupación por el mismo (Sontag, 2022); y además, el objetivo de erradicar la enfermedad es el bien general, es la curación, lo cual apunta aún más a la justificación de una acción para ello, la que sea necesaria, tal y como ocurre con los agresivos tratamientos quimioterapéuticos.

Se plantea la situación con una enorme simplicidad: existe un problema, fatal para el conjunto de la sociedad, una solución, que supone sacrificar un puñado de células enfermas –agitadores– por un bien mayor, y un agente capaz de llevarlo a cabo, las fuerzas armadas (Godoy y Badillo, 2021). De la misma manera que la gravedad de la situación justifica la privación del derecho a la vida, o del derecho a subjetivarse como actor, de algunos individuos, justifica también la violación del Estado de Derecho. Como se mencionó, esto se debe a que la democracia, así como los derechos y libertades asociados a la misma, su- ponen un impedimento para el control militar e ideológico necesario para la eliminación de la subversión, el restablecimiento del orden y el equilibrio y, así, la cura de la enfermedad (Estrada, 2018).

Sumado esto a la atribución de cualidades negativas y la estereotipación apuntadas anteriormente, podemos entender la manera en que queda justificada la eliminación de los ene- migos o la privación de su dignidad. Porque, más allá de su planteamiento como enemigos de la sociedad, ¿qué atribución de cualidades es más fuerte que identificar a los enemigos con conceptos como “putrefacción”, “cáncer marxista”, “enfermedad”, “microbios” o “contaminación”, por citar las pala- bras del coronel Argoud (citado por Ro- bin, 2008, p. 1916), el general Gustavo Leigh Guzmán (citado por Robin, 2008, p. 7094) y César Augusto Guzzetti (citado por Robin 2008, pp. 7689-7698)?

Conclusiones

A lo largo de este breve artículo, se ha señalado y explicado que las identidades se construyen socialmente y por


diferenciación (Reicher, 2004; Mouffe y Laclau, 2001). El yo emerge en el en- cuentro social en virtud del lenguaje y no es sino a través de éste que se diferencia del otro (Benveniste, 2015). Lo mismo ocurre con las identidades colectivas. Es la idea de otros la que limita el nosotros y, por tanto, la condición de posibilidad del grupo. De esta manera, es a través de la negatividad como se construye la identidad. Además, esto plantea el hecho de que las identidades no son plenas, o estáticas, sino que están sujetas a las constantes rearticulaciones y reordenaciones que tengan lugar en el seno de lo social (Mouffe y Laclau, 2001).

Pero, si bien el enemigo es siempre otro, no se podría invertir el orden de la frase, no todo otro es un enemigo. Por ello, se ha señalado también la diferencia entre el adversario y el enemigo como potencialidades del otro y que el proceso de construcción de éste último está relacionado con la legitimación de ciertas prácticas contra él, como la privación de su derecho a la vida (Dussel, 2003; Galíndez, 2018).

A partir de estas aclaraciones conceptuales, y a través de un análisis discursivo de las palabras de algunos de los principales teóricos e impulsores de la Doctrina francesa, se ha podido estudiar la manera en que, discursivamente, se legitima el ejercicio de la violencia contra el enemigo. Este análisis del discurso nos ha llevado a un análisis más específico de la metáfora patológica, con el objetivo de comprobar la hipótesis.

El análisis del discurso llevado a cabo ha permitido ver la simplicidad con que se comprende y presenta el problema de la subversión por parte de los principales teóricos anti-subversivos (Godoy y Badillo, 2021). Hay un problema y existe también una solución que podría parecer resultado de una investigación científica y es presentada con total naturalidad como tal: la eliminación de los culpables de la difusión de ciertas ideas en el seno de una sociedad (Isla, 2018; Robin, 2008). Se ha podido ver, también, que a través de la manera en que la Doctrina es construida y como el discurso asociado a ella expone, se propone un agente capaz de ejecutar la solución necesaria: las fuerzas armadas.

La construcción de las naciones latinoamericanas durante las formaciones nacionales estuvo marcada por la exclusión, tal y como señala Benedict Anderson (1993). Aquellos que no encajaban en el esquema de los criollos, que fueron los que lideraron los procesos de independencia en la mayoría de las ocasiones, quedaron fuera; el afrodescendiente, el indígena, o la mujer, entre otros, sufrieron esta suerte. No obstante, la construcción de una identidad –nacional, en este caso– no es un proceso definitivo, de forma que la identidad quede fijada de forma permanente, y está por ello sometida a constantes rearticulaciones y resignificaciones (Mouffe y Laclau, 2001). Así, si bien la homogeneización original podía responder a criterios como los mencionados, posteriormente lo político estableció fronteras en el seno de las sociedades, construyendo nuevos enemigos, nuevos excluidos. El enemigo interno está, por tanto, “fuera de la nación, pero dentro del Estado” (Mudde, 2007, citado por Moreno y Rojo, 2021, p. 24); es decir, el enemigo, si bien es parte del Estado, alude a los no integrados.

Por tanto, mientras el opositor político siga siendo identificado con el ene- migo, mientras se confunda esta figura con la del adversario, habrá cabida para el ejercicio de la violencia política. Esto es, en la medida que la existencia del otro sea vista como un impedimento o una amenaza para la propia existencia del yo o del nosotros, incluso cuando su voz sea reprimida o impedida, la violencia política seguirá a la orden del día. Y con ello, la existencia de democracias plenas será imposible. Y no quiere decir que deba existir algún tipo de consenso político, dado que la multiplicidad de voces es necesaria para el ejercicio democrático, puesto que ésta es consecuencia de la capacidad de los actores políticos de subjetivarse como tal (Castoriadis, 1998).

Como se decía al inicio, podría parecer que la violencia política en América Latina, que tuvo su auge durante la Guerra Fría, fuera ya algo del pasado. Sin embargo, ejemplos como los mencionados al inicio o, de forma más explícita, el caso actual de Nicaragua (Miranda Aburto, 2024), confirman que prácticas violentas como la privación de la voz de aquellos que cuestionan las instituciones, o incluso la misma eliminación o asesinato del opositor político, siguen a la orden del día en la región. A partir del análisis realizado, se puede afirmar que, hasta que deje de haber voces o identidades que, por motivos étnicos o políticos, estén excluidas del concepto de nación, la violencia política seguirá formando parte de la actualidad latinoamericana.


 

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