LA RACIONALIDAD ECONÓMICA ¿REALIDAD O MITO?
Por: Mario Eduardo Hidalgo Villota1
1Economista. Profesor Tiempo Completo Programa de Economía. Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas. Director (e) Centro de Estudios de Desarrollo Regional y Empresarial-CEDRE. Miembro Grupo de Investigación en Desarrollo Regional-GIDER Universidad de Nariño E-mail: mariohidalgo@udenar.edu.co
Recibido: 1 de junio de 2016 Aprobación definitiva: 16 de noviembre de 2016
Resumen
El presente artículo es uno de los resultados de un conjunto de conferencias sobre crítica a la economía ortodoxa en el marco del proyecto académico “Re- pensar la enseñanza de la economía” realizadas en el Programa de Economía de la Universidad de Nariño entre el 3 y 27 de mayo de 2016, del cual el autor hizo parte.
Palabras clave: Racionalidad económica, homo economicus, elección racional, maximización, minimización, medios escasos.
JEL: B590
Abstrac
The present article is a partial result of a set of conferences about the criticism of orthodox economy in the framework of the academic project Repensar la enseñanza de la economía (Rethinking the Teaching of Economy), realized in the Economics program of the University of Nariño, between May 3-27, 2016, in which the author took part.
Keywords: Economic rationality, homo economicus, rational choice, maximization and minimization, limited means.
JEL: B590
Resumo
O presente artigo é um dos resultados de um conjunto de conferências sobre crítica da economia ortodoxa no marco do projeto acadêmico“Repensar o ensino da economia” realizadas no Programa de Economia da Universidade de Nariño entre 3 e 27 de maio de 2016, do qual o autor fez parte.
Palavras chave: racionalidade económica, homo economicus, escolha racional, maximizando, minimizando, recursos escassos.
JEL: B590
El presente artículo es uno de los resultados de un conjunto de conferencias sobre crítica a la economía ortodoxa en el marco del proyecto académico “Repensar la enseñanza de la economía” realizadas en el Programa de Economía de la Universidad de Nariño entre el 3 y 27 de mayo de 2016, del cual el autor hizo parte.
A partir de la comprensión de la teoría de la elección racional y el individualismo metodológico ampliamente difundidos por la economía convencional en el mundo capitalista, el autor centra su atención en acopiar elementos teóricos de la economía neoclásica, la economía conductual y de las corrientes heterodoxas de economía crítica que permitan afirmar o rechazar la hipótesis de la racionalidad económica ilimitada en la conducta de los agentes económicos, en particular, la existencia o no del homo economicus dotado de capacidades excepcionales al momento de tomar decisiones óptimas.
Como la racionalidad económica es un tema muy extenso que podría ser resuelto a través de numerosos tratados científicos y tesis doctorales, en este artículo se ha querido resaltar de manera breve pero contundente, los aspectos más sobresalientes de la teoría y el pensamiento económicos aportados por los enfoques ortodoxo y heterodoxo pasados y actuales. Aquí el estudio de la racionalidad económica es abordado en varios aspectos: aproximación al concepto de racionalidad económica en el contexto del interés propio, el origen teórico del hombre económico, la racionalidad económica capitalista, la economía ortodoxa en defensa de la teoría de la elección racional y la conducta económica racional y los nuevos hallazgos científicos donde se intenta resolver cuestiones como: ¿es válida la premisa básica de la conducta económica racional?, ¿la teoría del prospecto contradice el principio de la conducta racional?, ¿es el hombre económico un completo egoísta y calculador? y ¿existe el hombre económico o acaso es un mito?
Para aproximarse al concepto de racionalidad económica es preciso remitirse a la comprensión de la teoría de la elección racional de la economía neoclásica, en particular, de la teoría de la conducta del consumidor. Esta teoría es la aproximación de la economía dominante a la comprensión del comportamiento humano en un sistema económico. Según Lionel Robbins (1932), “la economía es la ciencia que estudia la conducta humana como una relación entre fines y medios limitados que tienen diversa aplicación”.
Refiriéndose a la relación existente entre fines y medios escasos argumenta:
Pero en general, la actividad humana, con su multiplicidad de objetivos, no goza de esta independencia de tiempo y de recursos específicos. El tiempo de que disponemos es limitado: el día sólo tiene veinticuatro horas. Tenemos, pues, que elegir las actividades a desarrollar en esas horas. Los servicios que otras personas ponen a nuestra disposición son limitados. También lo son los medios materiales de lograr esos fines. Nos arrojaron del Paraíso. Nuestra vida no es eterna ni disponemos de medios ilimitados de satisfacción (…). Si optamos por una cosa, debemos renunciar a otras, a las que en circunstancias diversas no habríamos querido renunciar. La escasez de los medios para satisfacer fines de importancia variable es casi una condición omnipresente de la conducta humana (Robbins, 1932: 23).
Robbins deja entrever que la situación de escasez a que se enfrenta la economía, tiene que ser resuelta a través de la elección racional. Los agentes económicos haciendo uso de la información disponible asignan los recursos escasos a la mejor alternativa posible (considerada para ellos como la mejor asignación de sus medios limitados) utilizando como elemento de comparación el costo de oportunidad, entendido este como la mejor opción a la que renuncia el agente al momento de la elección individual.
Para comprender mejor lo anterior, tomemos el siguiente ejemplo: un individuo se enfrenta a una disyuntiva en el uso de su tiempo libre. Entre las alternativas se contemplan: 1) Practicar deporte, y 2) Asistir a un concierto de su artista favorito. Él es consciente de que no puede elegir las dos opciones simultáneamente; siente una atracción inmensa por las dos, pero infortunadamente, sólo debe inclinarse por una de ellas. Si elige “practicar deporte” debe renunciar a “ir al concierto” de su predilección y viceversa. El sacrificio o renuncia que debe asumir este individuo es lo que la teoría económica denomina costo de oportunidad.
En nuestro ejemplo, como el individuo solo dispone de 2 horas de tiempo libre (tiempo limitado), este hace uso de sus dotes de homo economicus, ordena mentalmente la información que tiene a mano, construye un flujo de caja imaginario y mediante algunos cálculos compara los costos y beneficios valorados en unidades monetarias que ofrecen las dos alternativas. Este individuo ha sido capaz de calcular la relación costo-beneficio de las dos opciones de que dispone; ahora, mediante un ejercicio de ordenamiento mental (de mayor a menor), se siente en capacidad de elegir la que le reporta mayor beneficio-costo sin temor a cometer errores. Al parecer en la decisión a la que se enfrentó este agente racional no medió ningún tipo de irracionalidad motivada por las emociones, sentimientos, pasiones u otra manifestación objetiva de la naturaleza humana. Acabamos de describir de manera sencilla y ojalá clara, cómo opera el hombre económico en un contexto altamente influenciado por la razón y la frialdad humana, descrita y matematizada por la economía ortodoxa, pero muy distante de la realidad.
De acuerdo con Robbins (1932:23) los agentes económicos (consumidores y productores) están obligados a tomar decisiones basadas en la razón (elegir racionalmente) para determinar el mejor uso que se dará a aquellos recursos catalogados como escasos frente a necesidades infinitas, a fin de maximizar su bienestar individual. De esta definición clásica de economía se infiere que el ser humano a diario y en cualquier situación, para la toma de las mejores decisiones que permitan optimizar su felicidad material, utiliza el análisis costo beneficio –incluso sin conocer cómo opera esta metodología–, a partir de cálculos mentales (algunos de ellos sumamente complejos) cada agente económico identifica, cuantifica, valora y compara con precisión infalible los costos y beneficios inherentes a la decisión económica en cuestión y al final, toma una decisión bajo el principio de escasez que maximiza su satisfacción en el caso de los consumidores y la que maximiza el beneficio, en el caso de los productores. Lo anterior se asemeja a la aplicación de procedimientos matemáticos complejos, de difícil empleo para el ser humano terrenal, más aún, para aquellos con menor capacidad intelectual.
La racionalidad económica está cimentada en el arquetipo del agente denominado hombre económico, que describe el modelo del comportamiento humano basado en los principios de racionalidad y optimización utilizados por el pensamiento clásico y neoclásico. El hombre económico es la esencia de la teoría de la elección racional, y se considera como un principio de la escuela marginalista, convertido a partir de1 sig1o XVII en una contribución a 1a teoría económica, un supuesto casi indestronable en la modelación y en la comprensión de la conducta del consumidor.
Si para la teoría neoclásica el comportamiento económico y los procesos de toma de decisiones que subyacen a dicha conducta son racionales, se podría inferir que los agentes en un sistema económico como el capitalista, afianzan absolutamente sus decisiones o transacciones económicas en la razón humana, sin opción a la comisión de errores, guiados por cálculos mentales perfectos cuya resultante es el máximo provecho con el mínimo esfuerzo.
Según Godelier (1979:12) citando a Maurice Allais (1955:31) afirma que “un hombre es racional –concepto aceptado comúnmente por los economistas desde la lógica científica– cuando: 1) Persigue finalidades coherentes entre sí; y 2) Emplea medios apropiados a las finalidades perseguidas. Por lo tanto, el análisis del comportamiento racional se presenta como la indagación teórica de las con diciones de posibilidad de alcanzar un objetivo cualquiera, habida cuenta de un conjunto específico de restricciones”. La restricción principal aquí presente, es el presupuesto limitado o renta limitada con el que cuenta el agente económico cuando decide evaluar alternativas (medios escasos) para la consecución de fines específicos (maximización de sus preferencias o deseos); en otras palabras, la racionalidad económica es la cuantificación de la finalidad y de los medios de acción para alcanzarla.
Veamos la definición de Oskar Lange citado en Godelier (1979: 15):
El principio constata que el grado máximo de realización de una finalidad se obtiene actuando de tal modo que el grado máximo de realización de la finalidad se obtenga con un gasto dado de medios, o bien que para un grado dado de realización de la finalidad se gaste un mínimo de medios. La primera variante de este comportamiento se llama principio del mayor efecto, o también principio del mayor rendimiento; la segunda variante, principio del mínimo gasto de medios,o también principio de la economía de medios (...). Estas son dos variantes equivalentes del comportamiento conforme al principio de la racionalidad económica.
En el pensamiento de los dos autores referenciados, la conducta del homo economicus desde la perspectiva y axiomas del paradigma dominante, no es más que una relación fría entre fines y medios escasos. El individuo actuando como un autómata humano en torno a la toma de una decisión (que se supone es la mejor), se fija como principal objetivo la búsqueda de la maximización de la utilidad individual derivada de la combinación eficiente de canastas o conjuntos de bienes y servicios, y de la maximización de la ganancia derivada de la producción y circulación de las mercancías. Su felicidad se realiza en la materialización del principio de la optimización o un “gana-gana” en un mercado de competencia perfecta o altamente rivalizado.
La racionalidad económica “ilimitada” propia de la economía convencional está inspirada en la grandeza, virtuosidad, enorme capacidad intelectual y frialdad del hombre económico (supuestos muy distantes de la realidad), como bien lo describe a continuación Shakespeare, cuando describe la grandeza del ser humano:
¡Qué obra admirable es el hombre! ¡Qué noble en su razón! ¡Qué infinito en capacidad! ¡Qué exacto y admirable en forma y movimiento! ¡Qué semejante a un ángel en su acción! ¡Qué parecido a un dios en su comprensión! Es la belleza del mundo, el ideal de los animales (Hamlet, acto segundo, escena II (trad. J.M. Valverde) (citado en Ariely, 2008).
La descripción de la mente humana y de su inmensa capacidad cognitiva descrita lúcidamente por Shakespeare en el ejercicio de su actividad cultural como dramaturgo inglés, es trasladada por los economistas ortodoxos a la comprensión de la teoría económica, en especial, de la microeconomía como el fundamento más sólido para explicar la racionalidad de los agentes en el sistema capitalista. De igual modo, esta acepción no solo queda inserta en las formulaciones teóricas, sino que también se desplaza al terreno de la predicción y la política económica como acción del estado en la búsqueda de la maximización del bienestar social.
Para comprender mejor la relación entre racionalidad y egoísmo desde la perspectiva de la teoría microeconómica neoclásica citaremos una de las pocas exposiciones objetivas y a la vez crítica que hace el profesor Robert Frank (2001: 16-17) de la Universidad de Cornell en su libro: Microeconomía y conducta, de amplio uso en la enseñanza de la economía en el mundo.
Ser racional significa tomar decisiones de acuerdo con el criterio de coste- beneficio, es decir, realizar una actividad si y solo si los beneficios son superiores a los costes. Esta definición de la racionalidad puede ser objeto de dos refinamientos importantes. Uno es el criterio de la racionalidad basada en el egoísmo, según el cual las personas racionales conceden un gran peso únicamente a los costes y beneficios que les afectan directamente a ellas, este criterio deja de lado explícitamente algunos motivos, como tratar de hacer felices a otras personas, tratar de hacer lo correcto, etc.
La otra definición es el llamado criterio de la racionalidad basado en el objetivo inmediato. Su único requisito es que las personas actúen eficientemente en pro de las aspiraciones u objetivos que tengan en cada momento. El atractivo de este objetivo más general se halla en que abarca motivos tan nobles como la caridad, el deber, etc. Sabemos, después de todo, que muchas personas tienen esos motivos, por lo que nuestra teoría es más precisa desde el punto de vista descriptivo si los tienen en cuenta explícitamente. La dificultad se halla en que el criterio de la racionalidad basado en el objetivo inmediato a menudo parece demasiado general.
Los estudiosos de la conducta humana se muestran escépticos sobre la existencia de motivos desinteresados. Consideran que las mayores compensaciones materiales que reporta el comportamiento egoísta predominan tanto sobre otros motivos no egoístas como realizar donaciones o hacer aportes a obras caritativas, por ejemplo. La economía convencional considera que el altruismo y el bien común están en armonía con el interés propio explicado por Smith (1776).
El origen teórico del hombre económico aparece como la influencia de elaboraciones filosóficas de1 sig1o XVIII, cuando 1os primeros economistas y fi1ósofos se enfocaron al estudio y comprensión de la conducta psicológica del ser humano en su aspecto puramente económico, ignorando deliberadamente sus acciones en relación con otros contextos.
El homo economicus en la teoría del consumidor se modela como un ser egoísta que sólo obtiene utilidad del consumo propio y tiene una capacidad de cálculo formidable que le permite hacer planes óptimos en horizontes de planificación muy largos (maximización intertemporal), en condiciones de riesgo (maximización de la utilidad esperada) o de incertidumbre (cálculo bayesiano de las probabilidades subjetivas). (D’Elia, 2009: 37)
El egoísmo del hombre económico protagonista de la teoría microeconómica aparece en un momento específico de la historia, más precisamente, se manifiesta en la teorización realizada por Adam Smith en su obra magna: La Riqueza de las Naciones publicada en 1776.
En la mencionada obra (lib. I, cap. II, 17), Smith destaca el móvil del interés propio:
Pero el hombre reclama en la mayor parte de sus circunstancias la ayuda de sus semejantes y en vano puede esperarlas sólo de su benevolencia. La conseguirá con mayor seguridad interesando en su favor el egoísmo de los demás y haciéndoles ver que es ventajoso para ellos hacer lo que les pide [...]. No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas.
Más adelante, en el Libro IV (cap. II, 402), se hace énfasis en el interés propio que motiva al individuo en la obtención de ganancia propia. De acuerdo a Smith (1776) una “mano invisible ” lo conduce sabiamente en el circuito económico hacia la consecución de este objetivo individualista y maximizador, pero sin pretenderlo, su interés propio provoca un beneficio a otros miembros de la sociedad, es decir, el egoísmo humano se convierte en una externalidad positiva que permite que los individuos sirvan a los intereses colectivos porque precisamente se guían por sus propios intereses. El teorema de la mano invisible smithiana fundamentado en el propio interés es la fuerza motora del sistema económico o de la competencia capitalista, es decir, es el mecanismo de ajuste de la economía hacia su senda natural de equilibrio. Smith (1776) añadió:
Ninguno se propone, por lo general, promover el interés público, ni sabe hasta qué punto lo promueve. Cuando prefiere la actividad económica de su país a la extranjera, únicamente considera su seguridad, y cuando dirige la primera de tal forma que su producto represente el mayor valor, sólo piensa en su ganancia propia; pero en éste como en otros muchos casos, es conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones [...] pues al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios.
Para comprender el origen del hombre económico es necesario remontarse a fina1es de1 sig1o XVIII, más específicamente, a1 pensamiento uti1itarista de Jeremy Bentham, considerado como el precursor del hombre económico.
Bentham se centró en considerar al hombre como un ser que busca incesantemente la felicidad consistente en la presencia de placer y la ausencia de dolor, principio que ya había sido enunciado antes por Hutchenson, Beccaria y Priestley, entre otros.
La denominación de homo economicus (término extractado y adaptado de la antropología en su estudio de los homínidos) se debe al filósofo moral inglés John Stuart Mill. Como recuerdan Morgan (2006) y Ng y Tseng (2008) citados en Hurtado y Mesa (2010: 280-281), quien acuñó el término homo economicus fue Mill, en un ensayo sobre la definición de la economía política. Allí explicó que no se ocupaba de la totalidad de la naturaleza humana ni del comportamiento en sociedad, sino de “un ser que desea poseer riqueza, y que es capaz de juzgar la eficacia comparativa de los medios para lograr ese fin” (Mill, 1836: 321).
Según Albou (1984) citado en Quintanilla (2012: 76), el origen del homo economicus se puede rastrear a través de tres grandes fuentes filosóficas: el hedonismo, el utilitarismo y el sensualismo. El hombre económico es el predominio de su naturaleza humana racional, adaptativa, intertemporal y dispositiva, lo cual deriva en una concepción mecanicista y fría de la economía fundamentada en el equilibrio económico (balance entre cantidad y precio), muy diferente a la concepción de oikonomía construida por el antiguo pensamiento griego, en particular, por las ideas económicas aristotélicas. Quintanilla (2012: 77) añade: la conducta económica llega a ser irrelevante ya que siempre es un resultado –evaluable, objetivable y previsible– de un ser humano económico cuyos rasgos fundamentales se pueden resumir en los siguientes: 1) es racional. Motivado por la búsqueda del máximo beneficio con el mínimo esfuerzo posible. Calcula y evalúa racionalmente la utilidad de los bienes de que dispone y de los que puede disponer; 2) es egoísta. Solo lo mueve su interés personal. Aquello que le permite obtener placer evitando el dolor; 3) es amnésico. Vive solo el presente. No recuerda sus experiencias anteriores ni éstas, claro es, afectan las actuales ni las futuras; 4) es un individuo aislado. Actúa en solitario, libre e independientemente del resto de los seres humanos y 5) es universal. Indiferentemente de las disparidades culturales, los seres humanos siempre están suficientemente informados y conocen lo necesario para efectuar cálculos y tomar decisiones económicas.
Es más que evidente que ni el economista más clásico defendería hoy tales ideas. Pero en su época constituyeron verdaderos axiomas de la economía. Hoy los percibimos más acordes a lo que podría catalogarse como una tipología de la conducta del consumidor y, por ello, alejados de cualquier generalización reduccionista. No existe un consumidor sino distintos tipos de consumidores, el descrito con tales rasgos, debidamente matizado, podría ser uno de ellos (Cathelat, 1985 citado en Quintanilla, 2012: 77).
Maurice Godelier (1979: 30) en su obra “Racionalidad e irracionalidad en economía”, expone: “El análisis de la racionalidad económica capitalista es, en primer término, el del comportamiento racional de los agentes económicos que aparecen en éste sistema. Para simplificar, reduciremos a tres las categorías de estos agentes: El empresario, el trabajador y el consumidor. La categoría de empresario abarca aquí las de industrial, de banquero y de comerciante, y la categoría de trabajador abarca las de obrero y de empleado, pero no llevaremos el análisis hasta este punto. (…). Empresarios y trabajadores designan dos categorías de agentes que cumplen funciones distintas y complementarias en el proceso de producción o de circulación de las mercancías, pero empresarios y trabajadores son, a final de cuentas, consumidores. Por tanto, sólo hay de hecho dos categorías de agentes que desarrollan simultánea o sucesivamente dos tipos de actividades: las de producción (y de comercialización) y las de consumo”.
Godelier en su exposición sobre la racionalidad económica capitalista define de manera precisa los atributos de los agentes económicos, por ejemplo, el empresario racional asume el problema de la elección de las inversiones (instalaciones físicas, maquinaria y equipos, capital de trabajo, activos intangibles, etc.) desde la óptica de la máxima eficiencia en la obtención de la maximización de la ganancia corporativa. Al finalizar el proceso de producción está el consumidor racional. El empresario y el trabajador se encuentran ante un conjunto de bienes de consumo y disponen para adquirirlos de ingresos desiguales; el primero los obtiene de la ganancia capitalista como dueño absoluto del capital y como “premio” a la asunción del riesgo empresarial, mientras que para el segundo, los ingresos proceden del salario como remuneración al factor trabajo, cuya explicación se deriva de la teoría neoclásica de la distribución (a cada factor se le remunera de acuerdo a su aportación en el proceso productivo). En síntesis, al consumidor racional le corresponde obtener del uso de sus ingresos un máximo de satisfactores.
El modelo básico de la elección racional es explicado de manera muy similar y estandarizada en la mayoría de los manuales de microeconomía, utilizando por lo general el siguiente razonamiento:
El modelo básico de la elección supone que los agentes económicos ante la restricción de sus ingresos limitados, se comportarán como si estuvieran utilizando su poder adquisitivo de modo que les permita obtener la mayor utilidad posible. Es decir, supone que los individuos se comportan como si maximizaran la utilidad, sujeto a la restricción de su presupuesto. Si bien las aplicaciones concretas de este modelo son muy variadas, todas parten del mismo modelo matemático fundamental, y todas llegan a la misma conclusión general: los individuos, para maximizar su utilidad, elegirán paquetes de bienes que representen una tasa de intercambio entre dos bienes (TMS) que sea igual a la tasa de los precios de mercado de esos bienes. Los precios de mercado ofrecen información acerca de los costos de oportunidad para los individuos y esta desempeña un importante papel que afecta lo que ellos eligen (Nicholson, 2008: 94).
En el manual de microeconomía del profesor Walter Nicholson: “Teoría microeconómica: Principios básicos y ampliaciones” (2009: 94) se describe que la teoría de la elección racional explica que “un individuo que busca maximizar su utilidad, dado que tiene una cantidad fija o limitada de ingresos o dinero para gastar (presupuesto limitado). Este sujeto comprará las cantidades de bienes que agoten todos sus ingresos y que, mentalmente, representen una tasa de un intercambio cualquiera de dos bienes (TSM) que sea igual a la tasa que les permite intercambiar uno de esos bienes por el otro en el mercado. El supuesto de que es necesario que los individuos gasten todos sus ingresos para maximizar la utilidad es evidente. Dado que los bienes adicionales proporcionan más utilidad (no hay saciedad) y dado que los ingresos no tienen otro uso, el dejar ingresos sin gastar impediría maximizar la utilidad. Tirar el dinero no es una actividad que maximice la utilidad”.
Según esta teoría, el bienestar económico de un individuo se incrementa a medida que su consumo de bienes y servicios también se eleva dentro de sus posibilidades presupuestales; en otras palabras, no podemos consumir más allá de lo que nuestros ingresos monetarios nos lo permiten. Como hay una asimetría evidente entre nuestros deseos rotulados como “infinitos” o “insaciables” y los escasos ingresos que percibimos concebidos como “limitados, o en el caso de los países pobres, “muy limitados””, el hombre económico no tiene otra opción que, hacer uso de sus capacidades optimizadoras y calculadoras “excepcionales” para distribuir de manera inteligente su limitado presupuesto entre aquellos bienes que mejor satisfagan sus necesidades o fines, sin probabilidad de error.
Los economistas formados en la tradición neoclásica y, por supuesto, defensores de la elección racional, tratan de justificar la contundencia de este modelo a partir de la refutación de sus dos críticas fundamentales, así: La primera se refiere a la acusación de que ninguna persona real (un terrícola de carne y hueso como los que habitan el planeta) puede hacer el tipo de “cálculos ágiles” necesarios para poder maximizar la utilidad. Los individuos se comportan al azar y todos ellos tienen alguna restricción presupuestal, que les impide adquirir todo lo que desean o anhelan en el cumplimiento de su objetivo de satisfacción insaciable, y por lo tanto, se comportan de manera racional cuando gastan sus limitados ingresos monetarios. La ortodoxia invoca la metáfora del jugador de billar de Milton Friedman para justificar la conducta racional:
Este jugador no puede hacer los cálculos expeditos necesarios para planificar un tiro aplicando las leyes de la física, pero esas leyes siguen sirviendo para predecir el comportamiento del jugador. De la misma manera, como veremos, el modelo de maximización de la utilidad predice muchos aspectos del comportamiento, a pesar de que nadie va por el mundo con una calculadora que lleve programada su función de utilidad personal. Para ser precisos, los economistas suponen que la gente se comporta como si hiciera esos cálculos y, por lo mismo, la crítica de que no es posible que la gente haga los cálculos es prácticamente irrelevante (Ibíd., 94).
La segunda crítica contra el modelo de elección racional es el extremo “egoísmo” que incorpora en su teorización, puesto que nadie tiene objetivos tan centrados exclusivamente en sí mismo. La teoría neoclásica para defender el supuesto del egoísmo se rige por los postulados de Adam Smith cuando sostiene que “No estamos en posición de sospechar que alguien carece de egoísmo ”.
Para aproximarnos al estado del arte de la racionalidad económica es prudente tener claro que en el estudio de la economía están latentes dos dificultades que no se deben ignorar, ni tampoco minimizar. La primera se refiere a la complejidad de la realidad económica; y la segunda, involucra al hombre como sujeto económico cuyo comportamiento no obedece a tendencias ni a predicciones matemáticas y estadísticas. No puede reducirse la conducta humana a simples funciones y ecuaciones, ya que la modelización matemática ignora la incertidumbre de la realidad.
Algunos estudios recientes ponen en tela de juicio la idea de que los individuos procesan la información con precisión y la afirmación de que cualesquier error en el procesamiento tienden a cancelarse. Daniel Kahneman y Amos Tversky argumentan que cuando se enfrentan a decisiones complejas y a resultados inciertos, las personas emplean “reglas empíricas” en una toma de decisiones en vez de incurrir en los costos de recopilar una mejor información. Esas reglas empíricas a menudo están influidas por la incapacidad de las personas para evaluar con precisión las probabilidades, lo que a su vez conduce a costos y beneficios intimados en forma errónea y, por consiguiente, a decisiones irracionales. (Brue y Grant, 2009: 281)
No necesariamente, pero sí coloca en tela de juicio la idea de que la acción racional es no elegir la alternativa con el mayor valor neto esperado (la probabilidad de un resultado por el valor del resultado), un criterio que se utiliza a menudo para evaluar la conducta económica racional.
En el mundo real hay muchos casos de una conducta real o en apariencia irracional causada por las dificultades en el procesamiento de las probabilidades, o debida a un defecto mental o emocional de quien toma la decisión. Kahneman y Tversky sugieren que las decisiones irracionales no son sólo ocurrencias fortuitas que se promedian. En su opinión, la economía necesita reconocer y explicar la “irracionalidad”.
El egoísmo o el interés propio sustentado por Smith por lo general es analizado en el plano económico a partir del estudio de la Riqueza de las Naciones (1776), dejando de lado el primero de sus libros titulado La Teoría de los sentimientos morales (1759), donde el autor resalta las virtudes morales del ser humano en su integralidad. En la última obra surge un concepto de sujeto racional mucho más completo que el del individuo egoísta, impregnado de emociones y virtudes, así:
Por más egoísta que se quiera suponer al hombre, hay evidentemente algunos aspectos de su naturaleza que lo llevan a interesarse por la suerte de los demás de tal modo que la felicidad de estos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, salvo el placer de verla. De este tipo es la piedad o compasión, emoción que experimentamos ante la miseria ajena, cuando la vemos o la imaginamos de manera muy vívida. El que con frecuencia el dolor ajeno nos haga padecer es un hecho tan evidente que no requiere comprobación; porque este sentimiento, igual que las demás pasiones de la naturaleza humana, en modo alguno se limita a los virtuosos y humanitarios, aunque quizá estos lo experimenten con la sensibilidad más exquisita. El mayor rufián, el transgresor más contumaz de las leyes de la sociedad no carece del todo de este sentimiento (Smith, 1817, 1 citado en D’Elia, 2010: 40).
Al parecer Smith al referirse al interés propio solo toma en consideración la conducta humana circunscrita en su dimensión económica, no en la complejidad de la acción humana, dejando entrever que hay otros valores y motivos más allá del egoísmo. De acuerdo a Sen (1989) si el hombre fuera fríamente racional y calculador, sería, entre todos los seres, el más tonto y atomizado “un imbécil social” o “un tonto racional” .
Sen (1986) critica el egoísmo del homo economicus. Su argumento es que no tiene en cuenta otra cosa más que su propia función de utilidad a la hora de tomar decisiones e introduce dos conceptos totalmente novedosos en la teoría económica ortodoxa que son la “simpatía” y el “compromiso”. El primero corresponde a la posibilidad de que un individuo sea feliz por el hecho de que otro lo sea. El segundo se puede definir “en el sentido de que una persona escogerá un acto que en su opinión producirá un nivel de bienestar para él menor que otro acto también a su alcance” debido a motivos religiosos o morales que lo desvían de su elección puramente económica. Limitar al ser humano, a sus preferencias y a sus consecuentes elecciones a la racionalidad implica dejar de lado cierto componente emocional (la solidaridad, el cooperativismo, la simpatía, la moral y la valoración de la justicia) que sin duda alguna, influye en las decisiones cotidianas.
Para Simonson y Tversky es una falacia considerar que el contexto no interfiere en absoluto en las decisiones de las personas . Son muchos los autores que, como Daniel Hausman, creen que una misma persona, ante dos opciones, puede elegir una de ellas en un marco y optar por la otra si se encuentra en una situación diferente. Ya sea porque los individuos son sensibles a las modas, o porque sucedió algún hecho específico que le exige urgentemente que opte por la decisión que en otra ocasión había descartado, pero está claro que una persona no tiene por qué decidirse bajo cualquier contexto por una misma opción para ser racional (Arias, Berridi y otros, 2013: 6).
Gary Becker en un artículo titulado “Irrational Behavior and Economic Theory” (1962 citado en Arias, Berridi y otros, 2013: 8), busca demostrar que no es necesario que cada agente se comporte en forma racional (…). Para ello creó un modelo económico caracterizado por contener dos extremos de irracionalidad. Por un lado, familias con un comportamiento impulsivo y, por otro, familias con un comportamiento inerte. Aquellas familias con un comportamiento inerte verán inalteradas sus decisiones sea cual fuere la situación de mercado, mientras que las familias con un comportamiento compulsivo eligen aleatoriamente sin prestar atención a la información que se les presenta.
Dada la incapacidad del homo economicus para dar cuenta del comportamiento humano Herbert Simon (1979, 1986) desarrolló una alternativa teórica a la de la elección racional con información completa en la que el agente, dotado de capacidades cognitivas ilimitadas para procesar información, maximiza su utilidad (o beneficio). Así, el modelo de Simon es un modelo en el que el agente no cuenta con información completa ni con capacidades cognitivas plenas para poder procesar toda la información que tiene a su alrededor a la hora de enfrentar problemas. Su aporte no busca romper con el postulado de racionalidad sino que busca dotarlo de realidad.
Para Simon, las preferencias de los individuos se construyen y no vienen dadas exógenamente como lo sostiene el modelo del agente racional. El agente dotado de racionalidad limitada elige con la información que puede procesar, la cual dista de ser la totalidad de datos del mundo real, y por ende, el proceso de elección muta según sean las circunstancias y la información que tenga el agente. Dadas estas características, el comportamiento del agente deja de ser una elección trivial y pasa a ser parte de un proceso complejo que incluye aprendizajes por parte de cada agente, lo cual dificulta la capacidad predictiva de la teoría (Ibíd., 9).
Por su parte, la economía conductual ha puesto mucho énfasis en el estudio de la racionalidad económica o mejor dicho, en la irracionalidad económica, por ejemplo, los experimentos realizados por el profesor Dan Ariely del Massachusetts Institute of Technology, tratan de responder a la pregunta: ¿somos, en realidad, capaces de tomar decisiones correctas por nosotros mismos?
Para Ariely (2008), la irracionalidad también puede ser una fuente importante de aprendizaje en la toma de decisiones. El no defiende que seamos esencialmente racionales sino que somos previsiblemente irracionales, es decir, somos constantes en nuestra irracionalidad o sistemáticamente irracionales. Sus experimentos le han permitido concluir que vivimos en dos mundos: uno regido por normas sociales y el otro regido por normas mercantiles. Cuando nos comportamos con normas sociales solemos ser generosos y solidarios; cuando lo hacemos por las mercantiles, nos volvemos autónomos y egoístas.
El profesor Ariely concluye de manera enfática que pocas veces nos comportamos como seres racionales y muchísimas veces lo hacemos irracionalmente, por lo tanto, el objeto de investigación de la economía conductual debe centrarse más en el estudio de la irracionalidad económica, como campo de investigación más fértil.
El concepto de hombre económico es una abstracción científica, una especulación. Se acerca mucho más a una invención. Un artificio congruente con un imperativo social («lo que conviene creer») ajustado a períodos y circunstancias históricas bien estudiadas (…). En vista de ello el concepto de hombre económico puede que sea un mito (Albou, 1984 citado en Quintanilla, 2005:75). Pero no cualquier mito. Se trata de una abstracción artificial construida por imperativos sociales que ha sido capaz de explicar, con bastante éxito, ciertas regularidades consistentes con juicios previos elevados a principios inalterables de la teoría económica. No es sorprendente la resistencia a su abandono. Ha funcionado y funciona como profecía autocumplida. Esto es, se establece un modelo apriorístico por el que se determinan, previamente, aquellas conductas que deben realizar los ciudadanos para obtener el máximo beneficio con el mínimo esfuerzo.
El hombre más allá de su interés propio está cargado de emociones y a la vez es influenciado por el entorno en su condición de ser social, que en asocio a un bajo nivel de información disponible, le es imposible actuar con absoluta razón en la toma de decisiones económicas en el diario acontecer. En este contexto, es más probable actuar con irracionalidad, es decir, debemos estar conscientes de que no siempre tomaremos las mejores decisiones que maximicen nuestro bienestar individual, al menos, esta será una condición ineludible mientras vivamos en el planeta tierra.
La teoría neoclásica del comportamiento económico y los procesos de toma de decisiones que subyacen a dicho comportamiento son racionales, se podría inferir que los agentes en un sistema económico como el capitalista, afianzan absolutamente sus decisiones o transacciones económicas en la razón humana, sin opción a la comisión de errores, guiados por cálculos mentales perfectos cuya resultante es el máximo provecho con el mínimo esfuerzo. El término homo economicus fue acuñado por John Stuart Mill en un ensayo sobre la definición de la economía política. Allí explicó que no se ocupaba de la totalidad de la naturaleza humana ni del comportamiento en sociedad, sino de “un ser que desea poseer riqueza, y que es capaz de juzgar la eficacia comparativa de los medios para lograr ese fin”.
Algunos estudios recientes ponen en tela de juicio la idea de que los individuos procesan la información con precisión y la afirmación de que cualesquier error en el procesamiento tienden a cancelarse. Daniel Kahneman y Amos Tversky en su teoría del prospecto afirman que cuando se enfrentan a decisiones complejas y a resultados inciertos, las personas emplean “reglas empíricas” en una toma de decisiones en vez de incurrir en los costos de recopilar una mejor información. Esas reglas empíricas a menudo están influidas por la incapacidad de las personas para evaluar con precisión las probabilidades, lo que a su vez conduce a costos y beneficios intimados en forma errónea y, por consiguiente, a decisiones irracionales. Los experimentos realizados por el profesor Dan Ariely del Massachusetts Institute of Technology (MIT) demuestran que la irracionalidad también puede ser una fuente importante de aprendizaje en la toma de decisiones. El no defiende que seamos esencialmente racionales sino que somos previsiblemente irracionales, es decir, somos constantes en nuestra irracionalidad o sistemáticamente irracionales.
El concepto de hombre económico es una abstracción científica, una especulación. Se acerca mucho más a una invención. El hombre más allá de su interés propio está cargado de emociones y a la vez es influenciado por el entorno en su condición de ser social, que en asocio a un bajo nivel de información disponible, le es imposible actuar con absoluta razón en la toma de decisiones económicas en el diario acontecer.
Sen, A. (1986) argumenta que la consistencia interna de las preferencias no son suficientes para que se logren constatar empíricamente los planteos del axioma de preferencias reveladas. El autor critica a este axioma, además, por sus falencias estructurales, las cuales producen que, de hecho no sea únicamente dificultoso comprobarlo empíricamente, sino meramente contrastarlo.
Tversky, A. y Simonson, I. (1993) no sólo dan su opinión con respecto a esta cuestión si no que llegan a confeccionar una variante que, a su entender, tiene mayor validez: las preferencias dependientes del contexto. (Citado en Arias; Berridi y otros, 2013: 6).
Dicha incompetencia se plasma en las llamadas Anomalías: distintos comportamientos que, a priori, los teóricos esperan que sean racionales y empíricamente no lo son. Dichas anomalías son tratadas por la ortodoxia como excepciones a la regla pero dan cuenta de factores reales que intervienen en la toma de decisiones de las personas que no son tenidos en cuenta por el marco teórico abstracto del homo economicus. Ahora bien, cabe la posibilidad que no sean factores que se desestiman sino que los agentes no se comportan realmente como seres perfectamente racionales.
Referencias